miércoles, 30 de octubre de 2019

LA PRESENTE EDICIÓN ESTARÁ VIGENTE DEL 30 DE OCTUBRE AL 3 DE NOVIEMBRE


En esta nuestra 30 edición vamos a dar respuesta a cinco preguntas que nos fueron planteadas por nuestros amigos y amigas lectores. Y que nuestro biblista y teólogo cibernético va a tratar de responder gracias a su contante espíritu de investigación.
Es muy importante tener claro que lo más importante cuando leemos la Biblia es estar seguros de que hemos comprendido todo el significado de las palabras y sobre todos de algunos conceptos relacionados con la época en que se realizaron los hechos. También nos surgen interrogantes sobre temas no bíblicos. Así es que comenzamos con nuestro encuentro de esta semana. Las preguntas planteadas para esta semana y sus respectivas respuestas son las siguientes:



1. ¿Qué sabemos realmente de Jesús?
 2. ¿Me gustaría saber Qué fue la estrella de Oriente?
3. ¿Por qué se celebra el nacimiento de Jesús el 25 de diciembre?
4. Me podría explicar ¿Qué significa realmente la virginidad de María?
5. Es cierto que ¿Estuvo casado San José por segunda vez?

Muy interesante su pregunta. Comencemos diciendo que disponemos de todo lo que los testigos de su vida y de su muerte nos han transmitido: tradiciones orales y escritas sobre su persona, entre las que destacan los cuatro evangelios, que han sido transmitidas en la realidad de la comunidad de fe viva que él estableció y que continúa hasta hoy. 
Esta comunidad es la Iglesia, compuesta por millones de seguidores de Jesús a lo largo de la historia, que le han conocido por los datos que ininterrumpida mente les trasmitieron los primeros discípulos. Los datos que hay en los evangelios apócrifos y otras referencias extra bíblicas no aportan nada sustancial a la información que nos ofrecen los evangelios canónicos, tal como han sido trasmitidos por la Iglesia.
Hasta la Ilustración, creyentes y no creyentes estaban persuadidos de que lo que podíamos conocer sobre Jesús se contenía en los evangelios. Sin embargo, por ser relatos escritos desde la fe, algunos historiadores del siglo XI cuestionaron la objetividad de sus contenidos. Para estos estudiosos, los relatos evangélicos eran poco creíbles porque no contenían lo que Jesús hizo y dijo, sino lo que creían los seguidores de Jesús unos años después de su muerte. Como consecuencia, durante las décadas siguientes y hasta mediados del siglo XX se cuestionó la veracidad de los evangelios y se llegó a afirmar que de Jesús “no podemos saber casi nada” (Bultmann).
Hoy en día, con el desarrollo de la ciencia histórica, los avances arqueológicos, y nuestro mayor y mejor conocimiento de las fuentes antiguas, se puede afirmar con palabras de un conocido especialista del mundo judío del siglo I d.C. —a quien no se puede tachar precisamente de conservador— que “podemos saber mucho de Jesús” (Sanders). 
Por ejemplo, este mismo autor señala “ocho hechos incuestionables”, desde el punto de vista histórico, sobre la vida de Jesús y los orígenes cristianos: 
1) Jesús fue bautizado por Juan Bautista; 
2) era un Galileo que predicó y realizó curaciones; 
3) llamó a discípulos y habló de que eran doce; 
4) limitó su actividad a Israel; 
5) mantuvo una controversia sobre el papel del templo; 
6) fue crucificado fuera de Jerusalén por las autoridades romanas; 
7) tras la muerte de Jesús, sus seguidores continuaron formando un movimiento identificable; 
8) al menos algunos judíos persiguieron a ciertos grupos del nuevo movimiento (Ga 1,13.22; Flp 3,6) y, al parecer, esta persecución duró como mínimo hasta un tiempo cercano al final del ministerio de Pablo (2 Co 11,24; Ga 5,11; 6,12; cf. Mt 23,34; 10,17).
Sobre esta base mínima en la que los historiadores están de acuerdo se pueden determinar como fidedignos desde el punto de vista histórico los otros datos contenidos en los evangelios. La aplicación de los criterios de historicidad sobre estos datos permite establecer el grado de coherencia y probabilidad de las afirmaciones evangélicas, y que lo que se contiene en esos relatos es sustancialmente cierto.
Por último, conviene recordar que lo que sabemos de Jesús es fiable y creíble porque los testigos son dignos de credibilidad y porque la tradición es crítica consigo misma. 
Además, lo que la tradición nos trasmite resiste el análisis de la crítica histórica. 
Es cierto que de las muchas cosas que se nos han trasmitido sólo algunas pueden ser demostrables por los métodos empleados por los historiadores. 
Sin embargo, esto no significa que las no demostrables por estos métodos no sucedieran, sino que sólo podemos aportar datos sobre su mayor o menor probabilidad. Y no olvidemos, por otra parte, que la probabilidad no es determinante. 
Hay sucesos muy poco probables que han sucedido históricamente. Lo que sin duda es verdad es que los datos evangélicos son razonables y coherentes con los datos demostrables. 
En cualquier caso, es la tradición de la Iglesia, en la que estos escritos nacieron, la que nos da garantías de su fiabilidad y la que nos dice cómo interpretarlos.

2. ¿Qué fue la estrella de Oriente?

Podemos afirmar que la estrella de Oriente se menciona en el evangelio de San Mateo. 
Unos magos preguntan en Jerusalén: “Dónde está el Rey de los Judíos que ha nacido? Porque vimos su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarle” (Mt 2,2).

Los dos capítulos iniciales de los evangelios de San Mateo y San Lucas narran algunas escenas de la infancia de Jesús, por lo que se suelen denominar “evangelios de la infancia”. 
La estrella aparece en el “evangelio de la infancia” San Mateo. Los evangelios de la infancia tienen un carácter ligeramente distinto al resto del evangelio. 
Por eso están llenos de evocaciones a textos del Antiguo Testamento que hacen los gestos enormemente significativos. 
En este sentido, su historicidad no se puede examinar de la misma manera que la del resto de los episodios evangélicos. 
Dentro de los evangelios de la infancia, hay diferencias: el de San Lucas es el primer capítulo del evangelio, pero en San Mateo es como un resumen de los contenidos del texto entero. 
El pasaje de los Magos (Mt 2,1-12) muestra que unos gentiles, que no pertenecen al pueblo de Israel: descubren la revelación de Dios a través de su estudio y sus conocimientos humanos (las estrellas), pero no llegan a la plenitud de la verdad más que a través de las Escrituras de Israel.
En tiempos de la composición del evangelio era relativamente normal la creencia de que el nacimiento de alguien importante o algún acontecimiento relevante se anunciaba con un prodigio en el firmamento. De esa creencia participaban el mundo pagano (cfr Suetonio, 
Vida de los Césares, Augusto, 94; Cicerón, De Divinatione 1,23,47; etc.) y el judío (Flavio Josefo, La Guerra de los Judíos, 5,3,310-312; 6,3,289). 
Además, el libro de los Números (caps. 22-24) recogía un oráculo en el que se decía: “De Jacob viene una estrella, en Israel se ha levantado un cetro” (Nm 24,17). Este pasaje se interpretaba como un oráculo de salvación, sobre el Mesías. En estas condiciones, ofrecen el contexto adecuado para entender el signo de la estrella.
La exégesis moderna se ha preguntado qué fenómeno natural pudo ocurrir en el firmamento que fuera interpretado por los hombres de aquel tiempo como extraordinario. 
Las hipótesis que se han dado son sobre todo tres: 
1) ya Kepler (s. XVII) habló de una estrella nueva, una supernova: se trata de una estrella muy distante en la que tiene lugar una explosión de modo que, durante unas semanas, tiene más luz y es perceptible desde la tierra; 
2) un cometa, pues los cometas siguen un recorrido regular, pero elíptico, alrededor del sol: en la parte más distante de su órbita no son perceptibles desde la tierra, pero si están cercanos pueden verse durante un tiempo. También esta descripción coincide con lo que se señala en el relato de Mateo, pero la aparición de los cometas conocidos que se ven desde la tierra no encaja en las fechas con la estrella; 
3) Una conjunción planetaria de Júpiter y Saturno. También Kepler llamó la atención sobre este fenómeno periódico, que, si no estamos equivocados en los cálculos, pudo muy bien darse en los años 6/7 antes de nuestra era, es decir, en los que la investigación muestra que nació Jesús.
3. ¿Por qué se celebra el nacimiento de Jesús el 25 de diciembre?

Pregunta muy interesante y existen mucho criterios sobre el tema.
Cabe destacar que los primeros cristianos no parece que celebrasen su cumpleaños (cf., por ej., Orígenes, PG XII, 495). Celebraban su dies natalis, el día de su entrada en la patria definitiva (por ej., Martirio de Policarpo 18,3), como participación en la salvación obrada por Jesús al vencer a la muerte con su pasión gloriosa.
Recuerdan con precisión el día de la glorificación de Jesús, el 14/15 de Nisán, pero no la fecha de su nacimiento, de la que nada nos dicen los datos evangélicos.
Hasta el siglo III no tenemos noticias sobre la fecha del nacimiento de Jesús. Los primeros testimonios de Padres y escritores eclesiásticos señalan diversas fechas. 
El primer testimonio indirecto de que la natividad de Cristo fuese el 25 de diciembre lo ofrece Sexto Julio Africano el año 221. 
La primera referencia directa de su celebración es la del calendario litúrgico filocaliano del año 354 (MGH, IX,I, 13-196): VIII kal. Ian. natus Christus in Betleem Iudeae (“el 25 de diciembre nació Cristo en Belén de Judea”). 
A partir del siglo IV los testimonios de este día como fecha del nacimiento de Cristo son comunes en la tradición occidental, mientras que en la oriental prevalece la fecha del 6 de enero.
Una explicación bastante difundida es que los cristianos optaron por día porque, a partir del año 274, el 25 de diciembre se celebraba en Roma el dies natalis Solis invicti, el día del nacimiento del Sol invicto, la victoria de la luz sobre la noche más larga del año. 
Esta explicación se apoya en que la liturgia de Navidad y los Padres de la época establecen un paralelismo entre el nacimiento de Jesucristo y expresiones bíblicas como «sol de justicia» (Ma 4,2) y «luz del mundo» (Jn 1,4ss.). 
Sin embargo, no hay pruebas de que esto fuera así y parece difícil imaginarse que los cristianos de aquel entonces quisieran adaptar fiestas paganas al calendario litúrgico, especialmente cuando acababan de experimentar la persecución. Es posible, no obstante, que con el transcurso del tiempo la fiesta cristiana fuera asimilando la fiesta pagana.
Otra explicación más plausible hace depender la fecha del nacimiento de Jesús de la fecha de su encarnación, que a su vez se relacionaba con la fecha de su muerte. 
En un tratado anónimo sobre solsticios y equinoccios se afirma que “nuestro Señor fue concebido el 8 de las kalendas de Abril en el mes de marzo (25 de marzo), que es el día de la pasión del Señor y de su concepción, pues fue concebido el mismo día que murió” (B. Botte, Les Origenes de la Noël et de l’Epiphanie, Louvain 1932, l. 230-33). 
En la tradición oriental, apoyándose en otro calendario, la pasión y la encarnación del Señor se celebraban el 6 de abril, fecha que concuerda con la celebración de la Navidad el 6 de enero. 
La relación entre pasión y encarnación es una idea que está en consonancia con la mentalidad antigua y medieval, que admiraba la perfección del universo como un todo, donde las grandes intervenciones de Dios estaban vinculadas entre sí. Se trata de una concepción que también encuentra sus raíces en el judaísmo, donde creación y salvación se relacionaban con el mes de Nisán. 
El arte cristiano ha reflejado esta misma idea a lo largo de la historia al pintar en la Anunciación de la Virgen al niño Jesús descendiendo del cielo con una cruz. Así pues, es posible que los cristianos vincularan la redención obrada por Cristo con su concepción, y ésta determinara la fecha del nacimiento. “Lo más decisivo fue la relación existente entre la creación y la cruz, entre la creación y la concepción de Cristo” (J. Ratzinger, El espíritu de la liturgia, 131).

4. ¿Qué significa la virginidad de María?
Vaya pregunta estimada amiga. Que María concibió a Jesús sin intervención de varón se afirma claramente en los dos primeros capítulos de los evangelios de San Mateo y de San Lucas: “lo concebido en ella viene del Espíritu santo”, dice el ángel a San José (Mt 1,20); y a María que pregunta “¿Cómo será eso pues no conozco varón?” el ángel le responde: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra...” (Lc 1,34-35).
Por otra parte, el hecho de que Jesús desde la Cruz encomendase su Madre a San Juan supone que la Virgen no tenía otros hijos. Que en los evangelios se mencionen a veces los “hermanos de Jesús” puede explicarse desde el uso del término “hermanos” en hebreo en el sentido de parientes próximos (Gen 13,8; etc), o pensando que San José tenía hijos de un matrimonio anterior, o tomando el término en sentido de miembro del grupo de creyentes tal como se usa en el Nuevo Testamento (Hch 1,15). 
La iglesia siempre ha creído en la virginidad de María y la ha llamado “la siempre virgen” (Lumen Gentium 52), es decir, antes, en y después del parto como confiesa una fórmula tradicional.
Por otra parte la concepción virginal de Jesús hay que entenderla como una obra del poder de Dios –“para él nada hay imposible” (Lc 1,37)- que escapa toda comprensión y toda posibilidad humanas. Nada tiene que ver con las representaciones mitológicas paganas en las que un dios se une a una mujer haciendo las veces del varón. 
En la concepción virginal de Jesús se trata de una obra divina en el seno de María similar a la creación. 
Esto es imposible de aceptar para el no creyente, como lo era para los judíos y los paganos entre los que se que se inventaron burdas historias acerca de la concepción de Jesús, como la que la atribuye a un soldado romano llamado Pantheras. 
En realidad, ese personaje es una ficción literaria sobre la que se inv
enta una leyenda para hacer burlas a los cristianos. Desde un punto de vista de la ciencia histórica y filológica, el nombre Pantheras (o Pandera) es una parodia corrupta de la palabra parthénos (en griego: virgen). 
Aquellas gentes, que utilizaban en gran parte del imperio romano de oriente el griego como lengua de comunicación, oían hablar a los cristianos de Jesús como del Hijo de la Virgen (huiós parthénou), y cuando querían burlarse de ellos lo llamaba «el hijo de Pantheras». Tales historias en definitiva sólo testimonian que la Iglesia sostenía la virginidad de María, aunque pareciera imposible.
La concepción virginal de Jesús es un signo de que Jesús es verdaderamente Hijo de Dios por naturaleza -de ahí que no tenga un padre humano-, al mismo tiempo que es verdadero hombre nacido de mujer (Gal 4,4). En los pasajes evangélicos se muestra la absoluta iniciativa de Dios en la historia humana para el advenimiento de la salvación, y que ésta se inserta en la historia misma, como muestran las genealogías de Jesús.
A Jesús, concebido por el Espíritu Santo y sin concurso de varón, se le puede comprender mejor como el nuevo Adán que inaugura una nueva creación a la que pertenece el hombre nuevo redimido por él (1 Cor 15,47; Jn 3,34).
La virginidad de María es además signo de su fe sin sombra de duda y de su entrega plena a la voluntad de Dios. Incluso se ha dicho que por esa fe María concibe a Cristo antes en su mente que en su vientre, y que “es más bienaventurada al recibir a Cristo por la fe que al concebir en su seno la carne de Cristo” (S. Agustín). Siendo virgen y madre María es también figura de la Iglesia y su más perfecta realización.
5. ¿Estuvo casado San José por segunda vez?
Según San Mateo, cuando la Santísima Virgen concibió virginalmente a Jesús, estaba desposada con San José aunque todavía no vivían juntos (Mt 1,18). Se trataba de la situación previa a los desposorios que, entre los judíos, suponía un compromiso tan fuerte y real que los comprometidos podían ser llamados ya esposo y esposa, y que sólo podía ser anulado mediante el repudio. 
Del texto de San Mateo se deduce que tras el anuncio del ángel a José explicándole que María había concebido por obra del Espíritu Santo (Mt 1,20) se casaron y pasaron a vivir juntos. 
La narración de la huida y vuelta de Egipto, y el establecimiento en Nazareth (Mat 2,13-23), lo mismo que el episodio de la presentación del niño en el Templo cuando tenía doce años acompañado por sus padres tal como relata San Lucas (Lc 2,41-45) así lo dejan entender. San Lucas, además, al narrar la anunciación del ángel a María la presenta como “una virgen desposada con José de la casa de David”. Por tanto según estos evangelios San José estuvo casado con la Santísima Virgen. Este es el dato que pertenece con certeza a la tradición histórica recogida en los evangelios.
Ahora bien, si esas fueron las segundas nupcias de San José, o si San José ya anciano y viudo no llegó a desposar a la Virgen María, sino que únicamente cuidó de ella como de una virgen a su cargo, son temas que caen en el terreno de las leyendas y que no ofrecen garantía alguna de historicidad.
La primera mención de esas leyendas se encuentra en el llamado “Protoevangelio de Santiago” en el s. II. Cuenta que María permanecía en el Templo desde los tres años y que, al cumplir los doce, los sacerdotes buscaron a alguien que se hiciera cargo de ella. Reunieron a todos los viudos del pueblo, y tras un signo prodigioso ocurrido en la vara de José, consistente en que de ella salió una paloma, entregaron a éste la custodia de la Virgen. 
Según esta leyenda, sin embargo, José no tomó a María por esposa. De hecho cuando el ángel se le aparece en sueños no le dice a José como en Mt 1,20 “no temas tomar contigo a María tu esposa”, sino “no temas por esta doncella” (XIV,2). 
Otro apócrifo más tardío que reelabora esa historia, el llamado “Pseudo Mateo”, quizás del s. VI, parece entender que María fue desposada con José, pues el sacerdote le dice a éste: “has de saber que no puede contraer matrimonio con ningún otro” (VIII, 4); pero en general habla de San José como del custodio de la Virgen. En cambio que José desposó a María se dice claramente en “El libro de la Natividad de María”, una especie de resumen del Pseudo Mateo y en la “Historia de José el carpintero” (IV,4-5).
Por tanto, no hay datos históricos que permitan afirmar que San José ya había estado casado antes. Lo más lógico es pensar que fuera un hombre joven cuando desposó a la Santísima Virgen y que sólo estuviese casado esa vez.

martes, 1 de octubre de 2019

LA PRESENTE EDICIÓN ESTARÁ VIGENTE DEL 1 AL 6 DE OCTUBRE 2019

En esta nuestra 29 edición vamos a dar respuesta a cinco preguntas que nos fueron planteadas por nuestros amigos y amigas lectores. Y que nuestro biblista y teólogo cibernético va a tratar de responder gracias a su contante espíritu de investigación.
Es muy importante tener claro que lo más importante cuando leemos la Biblia es estar seguros de que hemos comprendido todo el significado de las palabras y sobre todos de algunos conceptos relacionados con la época en que se realizaron los hechos. También nos surgen interrogantes sobre temas no bíblicos. Así es que comenzamos con nuestro encuentro de esta semana. Las preguntas planteadas para esta semana y sus respectivas respuestas son las siguientes:
  1
2. ¿Qué fiabilidad tiene el Credo, si es fruto de unos concilios que, al fin y al cabo, son reuniones de hombres?
3. ¿Se puede perder la fe? Y si se pierde, ¿cómo se puede recuperar?
4. ¿No es la Biblia un libro muy primitivo? Sus relatos de la creación y del pecado son simplemente increíbles…
5. ¿No da la impresión de que el Dios en el que creemos los cristianos es muy diferente del Dios que presenta el Antiguo Testamento?

1. ¿La fe que practican los cristianos de hoy es la misma que practicaban los primeros cristianos?

De entrada, se puede dar una respuesta claramente afirmativa. Bastaría simplemente compulsar la fe sintetizada en el Credo que recita actualmente la Iglesia, con el Credo que se empleaba en la comunidad cristiana en los primeros siglos. Una simple lectura del Catecismo de la Iglesia y de los escritos de los primeros cristianos, como san Ignacio de Antioquía, san Ireneo o san Ambrosio, nos ofrecen ya una primera aproximación al tema, que se puede corroborar, además, con los símbolos o formulaciones breves de la fe de los primeros concilios.
Fijémonos, por ejemplo, en san Ireneo de Lyon, que en el siglo II se enfrenta a unos «intelectuales» llamados gnósticos, que amenazaban a la Iglesia con una doctrina contraria a la fe profesada por ella. Escribe Ireneo una obra titulada Contra las herejías, donde demuestra que la «regla de fe» coincide en la práctica con el Credo de los Apóstoles y nos da la clave para interpretar el Credo a la luz del Evangelio.
«De hecho –recuerda Benedicto XVI–, el Evangelio predicado por san Ireneo es el que recibió de san Policarpo, obispo de Esmirna, y el Evangelio de san Policarpo se remonta al apóstol san Juan, de quien san Policarpo fue discípulo (…) El verdadero Evangelio es el transmitido por los obispos que lo recibieron en una cadena ininterrumpida desde los apóstoles» (Audiencia general, 28.03.2007). El propio Ireneo expresa de modo inequívoco que, «habiendo recibido esta predicación y esta fe [de los apóstoles], la Iglesia, aunque esparcida por el mundo entero, las conserva con esmero, como habitando en una sola mansión, y cree de manera idéntica, como no teniendo más que una sola alma y un solo corazón; y las predica, las enseña y las transmite con voz unánime» (san Ireneo, Contra las herejías, I, 10, 1-2).
Conviene añadir, además, que la fe transmitida públicamente por los apóstoles tiene un criterio de validación en la enseñanza de la Iglesia de Roma, a causa de su antigüedad y mayor apostolicidad. Sin duda, por tener su origen en las columnas del colegio apostólico, san Pedro y san Pablo:
«Todas las Iglesias –declara el Ratzinger– deben estar en armonía con la Iglesia de Roma, reconociendo en ella la medida de la verdadera tradición apostólica».
Si miramos este inmenso regalo de la fe que hemos recibido de la Iglesia en el momento presente, nuestra mirada agradecida trasciende nuestra propia individualidad. Si yo hago un acto de fe, lo hago dentro de la misma comunidad que es la Iglesia.
Como se ha recordado recientemente, cuando cada domingo se reza el Credo, «ese “creo” pronunciado individualmente, se une al de un inmenso coro en el tiempo y en el espacio, en el que todos contribuyen, por así decirlo, a una polifonía armoniosa de la fe» (Benedicto XVI, Audiencia general 31.10.2012).
Añadamos que, siguiendo a san Ireneo, al profesar nuestra fe tenemos el aval del Espíritu Santo, que nos permite superar las limitaciones espaciotemporales:
«Esta fe que hemos recibido de la Iglesia, la guarda-mos con cuidado, porque sin cesar, bajo la acción del Espíritu de Dios, como un depósito valioso conservado en un vaso excelente, rejuvenece y hace rejuvenecer al vaso mismo que lo contiene. Donde está la Iglesia, allí está también el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu de Dios, allí está también la Iglesia y toda gracia» (Ireneo, Contra las herejías, III, 24, 1).
Por último, puesto que en la pregunta se mencionaba la práctica de la fe, tanto de los primeros cristianos como de los actuales, me parece suficiente argumento aludir a la fe rubricada con el martirio, tanto en las persecuciones romanas como en los actuales mártires de la India o de Nigeria.

2. ¿Qué fiabilidad tiene el Credo, si es fruto de unos concilios que, al fin y al cabo, son reuniones de hombres?

Ciertamente, los concilios constituyen una de las principales manifestaciones del poder magisterial que la Iglesia ha recibido de su Fundador. Jesús, al final de su vida terrena, encomienda a los apóstoles, elegidos por Él, predicar por todo el mundo cuanto Él les ha enseñado (cfr. Evangelio según san Mateo 28, 19-20); y llegado el momento conveniente les envía el Espíritu Santo, que les enseñará toda la verdad. Y deberán ser sus testigos por todo el universo (cfr. Hechos de los Apóstoles 1, 8). Estos son el fin y los límites de la predicación de los apóstoles y de todos sus sucesores, los obispos.

El libro de los Hechos de los Apóstoles nos presenta ya una reunión de esos «testigos» para dilucidar una cuestión surgida entre ellos mismos (cfr. 15, 28). La resolución adoptada no es algo que a ellos se les ocurriera en aquel momento, sino que dan testimonio de la palabra de Dios, bajo la asistencia del Espíritu Santo, que el mismo Cristo les había prometido (cfr. Evangelio según san Marcos 13, 11).

De este suceso apostólico se desprende la forma colegial de actuar de los apóstoles y de todos sus sucesores a través de la historia del cristianismo: no es algo que nace de distintas necesidades históricas, sino del Evangelio mismo. En efecto, la finalidad de los concilios no es otra que la predicación de la Palabra de Dios, Verdad infinita –pues de lo contrario no sería Palabra de Dios–, para lo que cuentan con la ayuda eficaz y constante del mismo Cristo y del Espíritu de la Verdad. Por eso los apóstoles se sienten seguros –con la seguridad de Dios–, en su predicación. Los apóstoles saben, y así lo afirman, que su resolución se realiza bajo la asistencia permanente del mismo Cristo (cfr. Evangelio según san Mateo 28, 18-20) y que es decisión del Espíritu Santo (cfr. Hechos de los Apóstoles 15, 28).

Los sucesores de los apóstoles, los obispos, también se reunieron muchas veces para dilucidar otras cuestiones referentes a la doctrina y disciplina apostólica, como lo manifiestan muchos documentos que nos han legado, y se caracterizan por su fidelidad total a lo que han recibido de la enseñanza apostólica: nada se puede aceptar que no se haya recibido de los apóstoles de Cristo. Así nos transmiten expresiones como «regla de fe», «regla de toda la Iglesia», «fórmula de fe», «canon de la verdad» y otras similares, que son la manifestación pública de la fe por parte de los sucesores de los apóstoles.

De esta manera nace el Credo que nosotros profesamos en sus distintas formulaciones, pero con idéntica doctrina. Los diversos artículos que integran la «fórmula de fe» de la Iglesia corresponden a otras tantas resoluciones de los sucesores de los apóstoles, los obispos de la Iglesia católica, ante los diversos problemas doctrinales que se han planteado a largo de los más de veinte siglos de su historia. Los obispos, reunidos en un concilio, no hacen otra cosa que desempeñar la misión recibida del mismo Cristo, al igual que los apóstoles, de quienes son sucesores. Gozan de la asistencia especial que Cristo les ha concedido para preservar del error la fe de la Iglesia entera y que nosotros llamamos infalibilidad. Se trata del don del Magisterio que tienen los obispos reunidos en concilio, bajo la presidencia del Romano Pontífice, cuando enseñan en nombre del mismo Cristo la verdad por Él revelada.
No obstante, en lo que se refiere a los obispos reunidos en un concilio, no siempre gozan de este don de la infalibilidad, sino que es necesario que se cumplan tres condiciones:
• que todos concuerden sobre la misma fe que ha de creerse y aplicarse a la vida, pues individualmente no tienen el don de la infalibilidad, a excepción del Romano Pontífice;
• en segundo lugar se requiere que su enseñanza se refiera a una materia de fe y costumbres cristianas;
• y finalmente, los obispos deben estar de acuerdo en su carácter obligatorio; es decir, la armonía material entre ellos no basta, sino que se requiere un acuerdo consciente.

Al igual que Cristo quiso y determinó que el apóstol Pedro (cfr. Evangelio según san Mateo 16, 18) estuviera al frente del colegio apostólico como cabeza del mismo, así también en el colegio de los obispos es necesario que esté su cabeza, el Romano Pontífice, sin el cual no existe el cuerpo episcopal ni infalibilidad alguna.

Los obispos reunidos en concilio con su cabeza son maestros expertos, con la misma autoridad que tuvo Cristo, en materia de fe y costumbres cristianas, y toman las decisiones conjuntamente para todos los fieles que integramos la Iglesia, Cuerpo de Cristo; y como infalibles que son dichas resoluciones, todos debemos aceptarlas con la obediencia de la fe, pues es el mismo Cristo quien nos habla por medio de ellos.

3. ¿Se puede perder la fe? Y si se pierde, ¿cómo se puede recuperar?

La variedad de respuestas que hemos dado los hombres a las preguntas más importantes de la vida, demuestra que todos somos un poco miopes para las cosas espirituales, morales y trascendentes. Pero sucede como si los cristianos hubieran encontrado unas gafas: las gafas de la fe.
La fe es un regalo luminoso que Dios nos da para conocer con certeza verdades difíciles de alcanzar con la inteligencia o incluso imposibles de alcanzar con nuestras solas fuerzas. Dios da este regalo a algunos desde pequeños. A otros, en la juventud o en la madurez. Quien tiene fe tiene un tesoro de enorme valor en esta vida.
Pero la fe no es como un objeto que alguien consigue y ya se puede despreocupar, como si lo hubiera guardado en un cajón, pensando que ahí seguirá cuando lo necesite… La fe es algo vivo, llamado a crecer, a desarrollarse y producir calor o frutos, como un fuego o un ser vivo. La fe es un regalo que se debe cuidar, alimentar y ejercitar.
Todos podemos tener dudas de fe, pero generalmente se resuelven pronto si se ponen los medios. En cambio, tener frecuentes dudas de fe sin resolverlas, o vivir de un modo en el que apenas se nota la fe, es normalmente un síntoma claro de que no se está cuidando. Veamos algunas formas de perder la fe, quizá no excluyéndola radicalmente, pero sí deteriorándose o debilitándose hasta que deja de ser capaz de influir en nuestra vida.
Mucha gente pierde la fe en ese sentido por no alimentarla: es decir, por dejar los sacramentos. La Iglesia nos pide que, al menos una vez a la semana, los domingos, participemos en la Misa para alimentar nuestra fe. Allí podemos recibir los sacramentos de la vida: confesión y comunión. Por desgracia mucha gente empezó a perder la fe por dejadez. También se pierde la fe por no ejercitarla, de manera que se atrofia y enferma, como un cuerpo que nunca se mueve. Cuando dejamos de rezar, de acudir a Dios, nuestra fe empieza a enfermar y comenzamos a comportarnos como quien no tiene fe, hasta que acabamos por pensar como vivimos en muchas cosas importantes, por no habernos empeñado en vivir como pensamos. Ciertamente, mucha gente pierde la fe por incoherencia.
También se pierde la fe cuando nos separamos de Dios por el pecado y no lo remediamos. Jesús dice en el evangelio que Él es la vid y nosotros los sarmientos; quien no permanece en la vid se seca. Cuando nos alejamos de Dios voluntariamente sucede que al principio el alma no lo nota mucho, igual que una rama recién cortada de un árbol sigue verde y aparentemente sana. Pero en poco tiempo la rama desgajada del tronco empieza a secarse, a perder color y vida, y termina retorciéndose sobre sí misma. Ha perdido la vida interior que la nutría. Así, mucha gente pierde la fe por no querer levantarse de sus caídas de orgullo, pereza, deslealtad, insinceridad, impureza…
La fe también se puede perder cuando no se le da alimento sano, es decir, cuando nutrimos nuestra inteligencia, para formar nuestro modo de pensar en los diversos aspectos de la vida, con ideas equivocadas, que nos vienen de lecturas, de la tele, del cine, de otras personas que han perdido la fe o nunca la tuvieron…
Las ideas son como las setas, unas son muy buenas y otras hacen daño, y algunas incluso son mortales. Es muy bueno compartir las ideas porque muchas son buenas, como las setas. Pero es importante saber de setas antes de comerlas. Basta dar un vistazo al siglo XX para comprobar que hay muchas ideas vistosas –como lo son muchas setas–, pero que hicieron grave daño a las personas y a la sociedad, e incluso eran mortales y dejaron millones de víctimas. Las peores setas son las que se confunden con las que son excelentes. Así, las peores ideas son las que se presentan como frutos de la fe y en cambio son muy venenosas cuando se dan por buenas acríticamente. Desgraciadamente mucha gente pierde la fe por falta de criterio, por no poner empeño en cuidar su formación cristiana.
En resumen, la fe es un regalo vivo que se puede perder si no se cuida, pero que también se puede adquirir y desarrollar. Quien pide a Dios la fe con insistencia, quien acude a los sacramentos con frecuencia, quien procura conocer mejor las enseñanzas de Cristo y de su Iglesia, quien cuida sus lecturas e influencias, quien procura vivir en gracia de Dios y recuperarla cuanto antes por medio de la confesión si la pierde, quien reza habitualmente, se dirige a Dios y lo pone en el centro de su vida, es una persona que está creciendo y madurando en su fe, es una persona que pronto llega a tener una fe viva que empieza a dar frutos y a comunicarse a los demás.


4. ¿No es la Biblia un libro muy primitivo? Sus relatos de la creación y del pecado son simplemente increíbles…

La Biblia, más que un libro primitivo, es un libro religioso con unas peculiares características que hay que conocer si se quiere entender bien. Uno de esos rasgos, aunque no el más importante, es su antigüedad. En efecto, por una parte, su proceso de composición abarca más de 1.000 años y, por otra, los libros que forman la Biblia (biblia era el nominativo plural del término griego biblíon y significaba «libritos») narran acontecimientos de un pasado que se remonta hasta la misma creación.
Sin embargo, la Biblia no es únicamente un monumento del pasado ni puede quedarse anclado en él. Si lo hiciera, sería muy difícil que un lector del siglo XXI pudiera identificarse con unos sucesos demasiado lejanos en el tiempo.
Lo más determinante, y lo que hace posible que hoy día alguien pueda sentirse interpelado al leerla, es que posee una dimensión divina. Así, además de haber sido inspirada por el Espíritu Santo –su autor principal–, la Biblia es Sagrada Escritura, es decir, un libro recibido como sagrado en la Iglesia, donde se lee como Palabra de Dios y se hace actual para todos los hombres de todos los tiempos. Esto significa que su finalidad es marcadamente religiosa y que tiene la capacidad de explicar la realidad presente. Por eso, aunque la Biblia cuenta acontecimientos históricos, su objetivo no es escribir historia en el sentido en el que hoy entendemos esta palabra, sino que pretende interpretar religiosamente la historia del pueblo donde nace –y al que se dirige–, haciendo memoria de las intervenciones de Dios con él. Se puede decir, por tanto, que la Sagrada Escritura es el «eco de la historia de Dios con su pueblo» (J. Ratzinger, Creación y pecado, p. 31). Y a esa historia que «resuena» en la Biblia se le llama historia de la salvación.
En ese contexto hay que leer los relatos del libro del Génesis sobre la creación y el pecado original, unos relatos que a primera vista pueden parecer primitivos e increíbles. En realidad –teniendo en cuenta que los capítulos iniciales del Génesis presentan un carácter peculiar dentro de la Biblia–, se trata de unos textos muy pensados y madurados durante un largo periodo de tiempo, tal como reflejan las distintas tradiciones sobre la creación que han quedado recogidas en otros lugares de la Biblia.
Se puede afirmar, ciertamente, que estos relatos emplean un lenguaje primitivo y unas imágenes adaptadas a la mentalidad de la época, en cierto modo similares a las de otras narraciones sobre los orígenes de las culturas vecinas a Israel. En efecto, Dios, al revelarse, quiso guiar la reflexión del pueblo elegido acerca de los orígenes para que se sirviera de la concepción del mundo propia de su época en su modo de expresar y representar los misterios del comienzo.

Ahora bien, mediante ese lenguaje –calificado tanto por el Catecismo de la Iglesia Católica como por Juan Pablo II y Benedicto XVI como solemne, poético, hecho de imágenes y, en ocasiones, simbólico– se pretende expresar y hacer comprensible algo que excede al entendimiento humano, a saber, la verdad profunda sobre el origen y el sentido de todo lo que existe. Por tanto, su intención no es enseñar cómo se creó el universo, ni tiene sentido buscar en estos relatos respuestas de orden científico, sino que, de acuerdo con la intencionalidad religiosa de la Biblia, pretende responder a cuestiones de otro orden (por qué, para qué): ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Qué sentido tiene nuestra vida? ¿Por qué hay mal en el mundo? De ahí la importancia de distinguir en estos relatos entre la forma literaria (cómo se dice) y el contenido revelado (qué se dice). Así, mientras que el modo de expresión refleja una concepción del mundo de una época determinada que ha sido superada desde el punto de vista científico, el contenido expresa una afirmación teológica acerca de Dios y de la salvación que ofrece a la humanidad enseñanzas que siguen siendo válidas y actuales para el hombre y la mujer de hoy.



5. ¿No da la impresión de que el Dios en el que creemos los cristianos es muy diferente del Dios que presenta el Antiguo Testamento?

Cierto. Así podría parecer a primera vista. De hecho, muy pronto hubo cristianos que rechazaron la imagen de Dios que aparece en el Antiguo Testamento. El más famoso fue Marción, ya en la primera mitad del siglo II. Marción afirma que el Dios predicado por nuestro Señor Jesucristo es distinto del que se conocía en el Antiguo Testamento. El Dios de Jesucristo es el Dios del perdón y de la misericordia; el del Antiguo Testamento sería un Dios justiciero y vengativo, además de ignorante –en el libro del Génesis aparece preguntando a Adán dónde está– y celoso del culto que se da a otros dioses.
Y no solo Marción, también otros cristianos, que ahora conocemos como «los gnósticos», entendían que el Dios Creador no era el verdadero Dios totalmente trascendente e inaprehensible, sino una potencia celeste inferior que produjo el mundo material y que, en su ignorancia, se autoproclamó Dios. Este es el Dios que, según ellos, aparece en el Antiguo Testamento, y que intenta esclavizar a los hombres con sus leyes y preceptos; mientras que el Dios predicado por Cristo y los apóstoles – afirman– es un Dios incognoscible, al que solo tienen acceso las personas espirituales cuando, como despertadas de un sueño, se conocen a sí mismas.
No puedo detenerme mucho en cómo los santos Padres y escritores eclesiásticos reaccionaron desde el principio contra esas formas de pensar que deformaban la enseñanza del Señor y de los apóstoles, y construían un dios imaginario. San Ireneo, que escribe contra los gnósticos, y Tertuliano, que rebate a Marción, entendían que, según la Sagrada Escritura y según la lógica de las cosas, no puede haber más que un solo Dios. En efecto, el Dios del que habla Jesús es el mismo que se había revelado al pueblo de Israel, tal como lo presenta el Antiguo Testamento. Jesús mismo dice:
«Y sobre que los muertos resucitan ¿no habéis leído en el libro de Moisés, en el pasaje de la zarza, cómo le habló Dios diciendo: Yo soy el Dios de Abrahán, ¿el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? No es Dios de muertos, sino de vivos» (Evangelio según san Marcos 12, 26-27).
Los apóstoles afirman que ese mismo Dios, «el Dios de nuestros padres», es «el que ha glorificado a Jesús» (Hechos de los Apóstoles 3, 13).
Pero, al mismo tiempo, al Dios en el que creemos, aun siendo el mismo que el del Antiguo Testamento, los cristianos lo confesamos de una manera nueva: Uno en esencia y Trinidad de Personas. Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Plenitud de comunión y de amor personal en sí mismo, que ha querido salirnos al encuentro, dársenos y hacernos partícipes de su divinidad trinitaria, incorporándonos a su Hijo mediante su Espíritu Santo. Creemos en Dios Trino porque así nos lo ha revelado Jesucristo. Como escribe san Juan:
«A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo Unigénito que está en el seno del Padre, él mismo lo dio a conocer» (Evangelio según san Juan 1, 18).
Desde la fe entendemos que el Dios vivo que actúa en el Antiguo Testamento es también el Dios Trino, si bien ahí no había desvelado la intimidad de su Ser como lo ha hecho a través de su Hijo Jesucristo y del envío del Espíritu Santo, sino solamente su «Nombre» y su «Gloria».
En el Antiguo Testamento «Dios se revela como el Dios que ha hecho el mundo por amor y que es fiel al hombre incluso cuando este se separa de él por el pecado» (YouCat 8). Sin esa revelación sobre Dios que encontramos en el Antiguo Testamento, no conoceríamos al verdadero Dios y no comprenderíamos quién es Jesucristo. Aunque en el Antiguo Testamento «se contienen elementos imperfectos y pasajeros», como dice el Concilio Vaticano II (constitución Dei Verbum n. 15), y a veces se hable de Dios de manera muy antropomórfica (es decir, como si Dios fuera un hombre), es así como se nos va mostrando, con pedagogía divina, la forma de actuar de Dios con los hombres, y como se prepara la venida de Nuestro Señor Jesucristo.
Los cristianos, los judíos y los musulmanes creemos en el único Dios que presenta el Antiguo Testamento, aunque unos y otros por un camino distinto: Cristo Jesús, la Ley y la Alianza, o Mahoma y el Corán.