En esta nuestra 29 edición vamos a dar respuesta a cinco preguntas que nos fueron planteadas por nuestros amigos y amigas lectores. Y que nuestro biblista y teólogo cibernético va a tratar de responder gracias a su contante espíritu de investigación.
Es muy importante tener claro que lo más importante cuando leemos la Biblia es estar seguros de que hemos comprendido todo el significado de las palabras y sobre todos de algunos conceptos relacionados con la época en que se realizaron los hechos. También nos surgen interrogantes sobre temas no bíblicos. Así es que comenzamos con nuestro encuentro de esta semana. Las preguntas planteadas para esta semana y sus respectivas respuestas son las siguientes:
1
2. ¿Qué fiabilidad tiene el Credo, si es fruto de
unos concilios que, al fin y al cabo, son reuniones de hombres?
3. ¿Se puede perder la fe? Y si se pierde, ¿cómo se puede
recuperar?
4. ¿No es la Biblia un libro muy primitivo? Sus
relatos de la creación y del pecado son simplemente increíbles…
5. ¿No da la impresión de que el Dios en el que
creemos los cristianos es muy diferente del Dios que presenta el Antiguo
Testamento?
1. ¿La fe que practican los
cristianos de hoy es la misma que practicaban los primeros cristianos?
De entrada, se puede dar una
respuesta claramente afirmativa. Bastaría simplemente compulsar la fe
sintetizada en el Credo que recita actualmente la Iglesia, con el Credo que se
empleaba en la comunidad cristiana en los primeros siglos. Una simple lectura del
Catecismo de la Iglesia y de los escritos de los primeros cristianos, como san
Ignacio de Antioquía, san Ireneo o san Ambrosio, nos ofrecen ya una primera
aproximación al tema, que se puede corroborar, además, con los símbolos o
formulaciones breves de la fe de los primeros concilios.
Fijémonos, por ejemplo, en san
Ireneo de Lyon, que en el siglo II se enfrenta a unos «intelectuales» llamados
gnósticos, que amenazaban a la Iglesia con una doctrina contraria a la fe
profesada por ella. Escribe Ireneo una obra titulada Contra las herejías, donde
demuestra que la «regla de fe» coincide en la práctica con el Credo de los
Apóstoles y nos da la clave para interpretar el Credo a la luz del Evangelio.
«De hecho –recuerda Benedicto
XVI–, el Evangelio predicado por san Ireneo es el que recibió de san Policarpo,
obispo de Esmirna, y el Evangelio de san Policarpo se remonta al apóstol san
Juan, de quien san Policarpo fue discípulo (…) El verdadero Evangelio es el
transmitido por los obispos que lo recibieron en una cadena ininterrumpida
desde los apóstoles» (Audiencia general, 28.03.2007). El propio Ireneo expresa
de modo inequívoco que, «habiendo recibido esta predicación y esta fe [de los
apóstoles], la Iglesia, aunque esparcida por el mundo entero, las conserva con
esmero, como habitando en una sola mansión, y cree de manera idéntica, como no
teniendo más que una sola alma y un solo corazón; y las predica, las enseña y
las transmite con voz unánime» (san Ireneo, Contra las herejías, I, 10, 1-2).
Conviene añadir, además, que
la fe transmitida públicamente por los apóstoles tiene un criterio de
validación en la enseñanza de la Iglesia de Roma, a causa de su antigüedad y
mayor apostolicidad. Sin duda, por tener su origen en las columnas del colegio
apostólico, san Pedro y san Pablo:
«Todas las Iglesias –declara
el Ratzinger– deben estar en armonía con la Iglesia de Roma, reconociendo en
ella la medida de la verdadera tradición apostólica».
Si miramos este inmenso regalo
de la fe que hemos recibido de la Iglesia en el momento presente, nuestra
mirada agradecida trasciende nuestra propia individualidad. Si yo hago un acto
de fe, lo hago dentro de la misma comunidad que es la Iglesia.
Como se ha recordado
recientemente, cuando cada domingo se reza el Credo, «ese “creo” pronunciado
individualmente, se une al de un inmenso coro en el tiempo y en el espacio, en
el que todos contribuyen, por así decirlo, a una polifonía armoniosa de la fe»
(Benedicto XVI, Audiencia general 31.10.2012).
Añadamos que, siguiendo a san
Ireneo, al profesar nuestra fe tenemos el aval del Espíritu Santo, que nos
permite superar las limitaciones espaciotemporales:
«Esta fe que hemos recibido de
la Iglesia, la guarda-mos con cuidado, porque sin cesar, bajo la acción del
Espíritu de Dios, como un depósito valioso conservado en un vaso excelente,
rejuvenece y hace rejuvenecer al vaso mismo que lo contiene. Donde está la
Iglesia, allí está también el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu de
Dios, allí está también la Iglesia y toda gracia» (Ireneo, Contra las herejías,
III, 24, 1).
Por último, puesto que en la
pregunta se mencionaba la práctica de la fe, tanto de los primeros cristianos
como de los actuales, me parece suficiente argumento aludir a la fe rubricada
con el martirio, tanto en las persecuciones romanas como en los actuales
mártires de la India o de Nigeria.
2. ¿Qué fiabilidad tiene el
Credo, si es fruto de unos concilios que, al fin y al cabo, son reuniones de
hombres?
Ciertamente, los concilios
constituyen una de las principales manifestaciones del poder magisterial que la
Iglesia ha recibido de su Fundador. Jesús, al final de su vida terrena,
encomienda a los apóstoles, elegidos por Él, predicar por todo el mundo cuanto
Él les ha enseñado (cfr. Evangelio según san Mateo 28, 19-20); y llegado el
momento conveniente les envía el Espíritu Santo, que les enseñará toda la
verdad. Y deberán ser sus testigos por todo el universo (cfr. Hechos de los
Apóstoles 1, 8). Estos son el fin y los límites de la predicación de los
apóstoles y de todos sus sucesores, los obispos.
El libro de los Hechos de los
Apóstoles nos presenta ya una reunión de esos «testigos» para dilucidar una
cuestión surgida entre ellos mismos (cfr. 15, 28). La resolución adoptada no es
algo que a ellos se les ocurriera en aquel momento, sino que dan testimonio de
la palabra de Dios, bajo la asistencia del Espíritu Santo, que el mismo Cristo
les había prometido (cfr. Evangelio según san Marcos 13, 11).
De este suceso apostólico se
desprende la forma colegial de actuar de los apóstoles y de todos sus sucesores
a través de la historia del cristianismo: no es algo que nace de distintas
necesidades históricas, sino del Evangelio mismo. En efecto, la finalidad de
los concilios no es otra que la predicación de la Palabra de Dios, Verdad infinita
–pues de lo contrario no sería Palabra de Dios–, para lo que cuentan con la
ayuda eficaz y constante del mismo Cristo y del Espíritu de la Verdad. Por eso
los apóstoles se sienten seguros –con la seguridad de Dios–, en su predicación.
Los apóstoles saben, y así lo afirman, que su resolución se realiza bajo la
asistencia permanente del mismo Cristo (cfr. Evangelio según san Mateo 28,
18-20) y que es decisión del Espíritu Santo (cfr. Hechos de los Apóstoles 15,
28).
Los sucesores de los
apóstoles, los obispos, también se reunieron muchas veces para dilucidar otras
cuestiones referentes a la doctrina y disciplina apostólica, como lo
manifiestan muchos documentos que nos han legado, y se caracterizan por su
fidelidad total a lo que han recibido de la enseñanza apostólica: nada se puede
aceptar que no se haya recibido de los apóstoles de Cristo. Así nos transmiten
expresiones como «regla de fe», «regla de toda la Iglesia», «fórmula de fe»,
«canon de la verdad» y otras similares, que son la manifestación pública de la
fe por parte de los sucesores de los apóstoles.
De esta manera nace el Credo
que nosotros profesamos en sus distintas formulaciones, pero con idéntica
doctrina. Los diversos artículos que integran la «fórmula de fe» de la Iglesia
corresponden a otras tantas resoluciones de los sucesores de los apóstoles, los
obispos de la Iglesia católica, ante los diversos problemas doctrinales que se
han planteado a largo de los más de veinte siglos de su historia. Los obispos,
reunidos en un concilio, no hacen otra cosa que desempeñar la misión recibida
del mismo Cristo, al igual que los apóstoles, de quienes son sucesores. Gozan
de la asistencia especial que Cristo les ha concedido para preservar del error
la fe de la Iglesia entera y que nosotros llamamos infalibilidad. Se trata del
don del Magisterio que tienen los obispos reunidos en concilio, bajo la
presidencia del Romano Pontífice, cuando enseñan en nombre del mismo Cristo la
verdad por Él revelada.
No obstante, en lo que se
refiere a los obispos reunidos en un concilio, no siempre gozan de este don de
la infalibilidad, sino que es necesario que se cumplan tres condiciones:
• que todos concuerden sobre
la misma fe que ha de creerse y aplicarse a la vida, pues individualmente no
tienen el don de la infalibilidad, a excepción del Romano Pontífice;
• en segundo lugar se requiere
que su enseñanza se refiera a una materia de fe y costumbres cristianas;
• y finalmente, los obispos
deben estar de acuerdo en su carácter obligatorio; es decir, la armonía material
entre ellos no basta, sino que se requiere un acuerdo consciente.
Al igual que Cristo quiso y
determinó que el apóstol Pedro (cfr. Evangelio según san Mateo 16, 18)
estuviera al frente del colegio apostólico como cabeza del mismo, así también
en el colegio de los obispos es necesario que esté su cabeza, el Romano Pontífice,
sin el cual no existe el cuerpo episcopal ni infalibilidad alguna.
Los obispos reunidos en
concilio con su cabeza son maestros expertos, con la misma autoridad que tuvo
Cristo, en materia de fe y costumbres cristianas, y toman las decisiones
conjuntamente para todos los fieles que integramos la Iglesia, Cuerpo de
Cristo; y como infalibles que son dichas resoluciones, todos debemos aceptarlas
con la obediencia de la fe, pues es el mismo Cristo quien nos habla por medio
de ellos.
3. ¿Se puede perder la fe? Y si se pierde,
¿cómo se puede recuperar?
La variedad de respuestas que hemos dado los
hombres a las preguntas más importantes de la vida, demuestra que todos somos
un poco miopes para las cosas espirituales, morales y trascendentes. Pero sucede
como si los cristianos hubieran encontrado unas gafas: las gafas de la fe.
La fe es un regalo luminoso que Dios nos da
para conocer con certeza verdades difíciles de alcanzar con la inteligencia o
incluso imposibles de alcanzar con nuestras solas fuerzas. Dios da este regalo
a algunos desde pequeños. A otros, en la juventud o en la madurez. Quien tiene
fe tiene un tesoro de enorme valor en esta vida.
Pero la fe no es como un objeto que alguien
consigue y ya se puede despreocupar, como si lo hubiera guardado en un cajón,
pensando que ahí seguirá cuando lo necesite… La fe es algo vivo, llamado a
crecer, a desarrollarse y producir calor o frutos, como un fuego o un ser vivo.
La fe es un regalo que se debe cuidar, alimentar y ejercitar.
Todos podemos tener dudas de fe, pero
generalmente se resuelven pronto si se ponen los medios. En cambio, tener
frecuentes dudas de fe sin resolverlas, o vivir de un modo en el que apenas se
nota la fe, es normalmente un síntoma claro de que no se está cuidando. Veamos
algunas formas de perder la fe, quizá no excluyéndola radicalmente, pero sí
deteriorándose o debilitándose hasta que deja de ser capaz de influir en
nuestra vida.
Mucha gente pierde la fe en ese sentido por no
alimentarla: es decir, por dejar los sacramentos. La Iglesia nos pide que, al
menos una vez a la semana, los domingos, participemos en la Misa para alimentar
nuestra fe. Allí podemos recibir los sacramentos de la vida: confesión y
comunión. Por desgracia mucha gente empezó a perder la fe por dejadez. También
se pierde la fe por no ejercitarla, de manera que se atrofia y enferma, como un
cuerpo que nunca se mueve. Cuando dejamos de rezar, de acudir a Dios, nuestra
fe empieza a enfermar y comenzamos a comportarnos como quien no tiene fe, hasta
que acabamos por pensar como vivimos en muchas cosas importantes, por no
habernos empeñado en vivir como pensamos. Ciertamente, mucha gente pierde la fe
por incoherencia.
También se pierde la fe cuando nos separamos de
Dios por el pecado y no lo remediamos. Jesús dice en el evangelio que Él es la
vid y nosotros los sarmientos; quien no permanece en la vid se seca. Cuando nos
alejamos de Dios voluntariamente sucede que al principio el alma no lo nota
mucho, igual que una rama recién cortada de un árbol sigue verde y aparentemente
sana. Pero en poco tiempo la rama desgajada del tronco empieza a secarse, a
perder color y vida, y termina retorciéndose sobre sí misma. Ha perdido la vida
interior que la nutría. Así, mucha gente pierde la fe por no querer levantarse
de sus caídas de orgullo, pereza, deslealtad, insinceridad, impureza…
La fe también se puede perder cuando no se le
da alimento sano, es decir, cuando nutrimos nuestra inteligencia, para formar
nuestro modo de pensar en los diversos aspectos de la vida, con ideas equivocadas,
que nos vienen de lecturas, de la tele, del cine, de otras personas que han
perdido la fe o nunca la tuvieron…
Las ideas son como las setas, unas son muy
buenas y otras hacen daño, y algunas incluso son mortales. Es muy bueno
compartir las ideas porque muchas son buenas, como las setas. Pero es
importante saber de setas antes de comerlas. Basta dar un vistazo al siglo XX
para comprobar que hay muchas ideas vistosas –como lo son muchas setas–, pero
que hicieron grave daño a las personas y a la sociedad, e incluso eran mortales
y dejaron millones de víctimas. Las peores setas son las que se confunden con
las que son excelentes. Así, las peores ideas son las que se presentan como
frutos de la fe y en cambio son muy venenosas cuando se dan por buenas
acríticamente. Desgraciadamente mucha gente pierde la fe por falta de criterio,
por no poner empeño en cuidar su formación cristiana.
En resumen, la fe es un regalo vivo que se
puede perder si no se cuida, pero que también se puede adquirir y desarrollar.
Quien pide a Dios la fe con insistencia, quien acude a los sacramentos con
frecuencia, quien procura conocer mejor las enseñanzas de Cristo y de su
Iglesia, quien cuida sus lecturas e influencias, quien procura vivir en gracia
de Dios y recuperarla cuanto antes por medio de la confesión si la pierde,
quien reza habitualmente, se dirige a Dios y lo pone en el centro de su vida,
es una persona que está creciendo y madurando en su fe, es una persona que
pronto llega a tener una fe viva que empieza a dar frutos y a comunicarse a los
demás.
4. ¿No es la Biblia
un libro muy primitivo? Sus relatos de la creación y del pecado son simplemente
increíbles…
La Biblia, más que un libro
primitivo, es un libro religioso con unas peculiares características que hay
que conocer si se quiere entender bien. Uno de esos rasgos, aunque no el más
importante, es su antigüedad. En efecto, por una parte, su proceso de
composición abarca más de 1.000 años y, por otra, los libros que forman la
Biblia (biblia era el nominativo plural del término griego biblíon y
significaba «libritos») narran acontecimientos de un pasado que se remonta
hasta la misma creación.
Sin embargo, la Biblia no es
únicamente un monumento del pasado ni puede quedarse anclado en él. Si lo
hiciera, sería muy difícil que un lector del siglo XXI pudiera identificarse
con unos sucesos demasiado lejanos en el tiempo.
Lo más determinante, y lo que
hace posible que hoy día alguien pueda sentirse interpelado al leerla, es que
posee una dimensión divina. Así, además de haber sido inspirada por el Espíritu
Santo –su autor principal–, la Biblia es Sagrada Escritura, es decir, un libro
recibido como sagrado en la Iglesia, donde se lee como Palabra de Dios y se
hace actual para todos los hombres de todos los tiempos. Esto significa que su
finalidad es marcadamente religiosa y que tiene la capacidad de explicar la
realidad presente. Por eso, aunque la Biblia cuenta acontecimientos históricos,
su objetivo no es escribir historia en el sentido en el que hoy entendemos esta
palabra, sino que pretende interpretar religiosamente la historia del pueblo
donde nace –y al que se dirige–, haciendo memoria de las intervenciones de Dios
con él. Se puede decir, por tanto, que la Sagrada Escritura es el «eco de la
historia de Dios con su pueblo» (J. Ratzinger, Creación y pecado, p. 31). Y a
esa historia que «resuena» en la Biblia se le llama historia de la salvación.
En ese contexto hay que leer
los relatos del libro del Génesis sobre la creación y el pecado original, unos
relatos que a primera vista pueden parecer primitivos e increíbles. En realidad
–teniendo en cuenta que los capítulos iniciales del Génesis presentan un
carácter peculiar dentro de la Biblia–, se trata de unos textos muy pensados y
madurados durante un largo periodo de tiempo, tal como reflejan las distintas
tradiciones sobre la creación que han quedado recogidas en otros lugares de la
Biblia.
Se puede afirmar, ciertamente,
que estos relatos emplean un lenguaje primitivo y unas imágenes adaptadas a la
mentalidad de la época, en cierto modo similares a las de otras narraciones
sobre los orígenes de las culturas vecinas a Israel. En efecto, Dios, al
revelarse, quiso guiar la reflexión del pueblo elegido acerca de los orígenes
para que se sirviera de la concepción del mundo propia de su época en su modo
de expresar y representar los misterios del comienzo.
Ahora bien, mediante ese
lenguaje –calificado tanto por el Catecismo de la Iglesia Católica como por
Juan Pablo II y Benedicto XVI como solemne, poético, hecho de imágenes y, en
ocasiones, simbólico– se pretende expresar y hacer comprensible algo que excede
al entendimiento humano, a saber, la verdad profunda sobre el origen y el
sentido de todo lo que existe. Por tanto, su intención no es enseñar cómo se
creó el universo, ni tiene sentido buscar en estos relatos respuestas de orden
científico, sino que, de acuerdo con la intencionalidad religiosa de la Biblia,
pretende responder a cuestiones de otro orden (por qué, para qué): ¿Quiénes
somos? ¿De dónde venimos? ¿Qué sentido tiene nuestra vida? ¿Por qué hay mal en
el mundo? De ahí la importancia de distinguir en estos relatos entre la forma
literaria (cómo se dice) y el contenido revelado (qué se dice). Así, mientras
que el modo de expresión refleja una concepción del mundo de una época
determinada que ha sido superada desde el punto de vista científico, el
contenido expresa una afirmación teológica acerca de Dios y de la salvación que
ofrece a la humanidad enseñanzas que siguen siendo válidas y actuales para el
hombre y la mujer de hoy.
5. ¿No da la impresión de que el Dios en el que
creemos los cristianos es muy diferente del Dios que presenta el Antiguo
Testamento?
Cierto. Así podría parecer a primera vista. De
hecho, muy pronto hubo cristianos que rechazaron la imagen de Dios que aparece
en el Antiguo Testamento. El más famoso fue Marción, ya en la primera mitad del
siglo II. Marción afirma que el Dios predicado por nuestro Señor Jesucristo es
distinto del que se conocía en el Antiguo Testamento. El Dios de Jesucristo es
el Dios del perdón y de la misericordia; el del Antiguo Testamento sería un
Dios justiciero y vengativo, además de ignorante –en el libro del Génesis
aparece preguntando a Adán dónde está– y celoso del culto que se da a otros
dioses.
Y no solo Marción, también otros cristianos,
que ahora conocemos como «los gnósticos», entendían que el Dios Creador no era
el verdadero Dios totalmente trascendente e inaprehensible, sino una potencia
celeste inferior que produjo el mundo material y que, en su ignorancia, se
autoproclamó Dios. Este es el Dios que, según ellos, aparece en el Antiguo
Testamento, y que intenta esclavizar a los hombres con sus leyes y preceptos;
mientras que el Dios predicado por Cristo y los apóstoles – afirman– es un Dios
incognoscible, al que solo tienen acceso las personas espirituales cuando, como
despertadas de un sueño, se conocen a sí mismas.
No puedo detenerme mucho en cómo los santos
Padres y escritores eclesiásticos reaccionaron desde el principio contra esas
formas de pensar que deformaban la enseñanza del Señor y de los apóstoles, y
construían un dios imaginario. San Ireneo, que escribe contra los gnósticos, y
Tertuliano, que rebate a Marción, entendían que, según la Sagrada Escritura y
según la lógica de las cosas, no puede haber más que un solo Dios. En efecto,
el Dios del que habla Jesús es el mismo que se había revelado al pueblo de Israel,
tal como lo presenta el Antiguo Testamento. Jesús mismo dice:
«Y sobre que los muertos resucitan ¿no habéis
leído en el libro de Moisés, en el pasaje de la zarza, cómo le habló Dios
diciendo: Yo soy el Dios de Abrahán, ¿el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? No
es Dios de muertos, sino de vivos» (Evangelio según san Marcos 12, 26-27).
Los apóstoles afirman que ese mismo Dios, «el
Dios de nuestros padres», es «el que ha glorificado a Jesús» (Hechos de los
Apóstoles 3, 13).
Pero, al mismo tiempo, al Dios en el que
creemos, aun siendo el mismo que el del Antiguo Testamento, los cristianos lo
confesamos de una manera nueva: Uno en esencia y Trinidad de Personas. Dios
Padre, Hijo y Espíritu Santo. Plenitud de comunión y de amor personal en sí
mismo, que ha querido salirnos al encuentro, dársenos y hacernos partícipes de
su divinidad trinitaria, incorporándonos a su Hijo mediante su Espíritu Santo.
Creemos en Dios Trino porque así nos lo ha revelado Jesucristo. Como escribe
san Juan:
«A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo
Unigénito que está en el seno del Padre, él mismo lo dio a conocer» (Evangelio
según san Juan 1, 18).
Desde la fe entendemos que el Dios vivo que
actúa en el Antiguo Testamento es también el Dios Trino, si bien ahí no había
desvelado la intimidad de su Ser como lo ha hecho a través de su Hijo
Jesucristo y del envío del Espíritu Santo, sino solamente su «Nombre» y su
«Gloria».
En el Antiguo Testamento «Dios se revela como
el Dios que ha hecho el mundo por amor y que es fiel al hombre incluso cuando
este se separa de él por el pecado» (YouCat 8). Sin esa revelación sobre Dios
que encontramos en el Antiguo Testamento, no conoceríamos al verdadero Dios y
no comprenderíamos quién es Jesucristo. Aunque en el Antiguo Testamento «se
contienen elementos imperfectos y pasajeros», como dice el Concilio Vaticano II
(constitución Dei Verbum n. 15), y a veces se hable de Dios de manera muy
antropomórfica (es decir, como si Dios fuera un hombre), es así como se nos va
mostrando, con pedagogía divina, la forma de actuar de Dios con los hombres, y
como se prepara la venida de Nuestro Señor Jesucristo.
Los cristianos, los judíos y los musulmanes
creemos en el único Dios que presenta el Antiguo Testamento, aunque unos y
otros por un camino distinto: Cristo Jesús, la Ley y la Alianza, o Mahoma y el
Corán.
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