martes, 1 de octubre de 2019

LA PRESENTE EDICIÓN ESTARÁ VIGENTE DEL 1 AL 6 DE OCTUBRE 2019

En esta nuestra 29 edición vamos a dar respuesta a cinco preguntas que nos fueron planteadas por nuestros amigos y amigas lectores. Y que nuestro biblista y teólogo cibernético va a tratar de responder gracias a su contante espíritu de investigación.
Es muy importante tener claro que lo más importante cuando leemos la Biblia es estar seguros de que hemos comprendido todo el significado de las palabras y sobre todos de algunos conceptos relacionados con la época en que se realizaron los hechos. También nos surgen interrogantes sobre temas no bíblicos. Así es que comenzamos con nuestro encuentro de esta semana. Las preguntas planteadas para esta semana y sus respectivas respuestas son las siguientes:
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2. ¿Qué fiabilidad tiene el Credo, si es fruto de unos concilios que, al fin y al cabo, son reuniones de hombres?
3. ¿Se puede perder la fe? Y si se pierde, ¿cómo se puede recuperar?
4. ¿No es la Biblia un libro muy primitivo? Sus relatos de la creación y del pecado son simplemente increíbles…
5. ¿No da la impresión de que el Dios en el que creemos los cristianos es muy diferente del Dios que presenta el Antiguo Testamento?

1. ¿La fe que practican los cristianos de hoy es la misma que practicaban los primeros cristianos?

De entrada, se puede dar una respuesta claramente afirmativa. Bastaría simplemente compulsar la fe sintetizada en el Credo que recita actualmente la Iglesia, con el Credo que se empleaba en la comunidad cristiana en los primeros siglos. Una simple lectura del Catecismo de la Iglesia y de los escritos de los primeros cristianos, como san Ignacio de Antioquía, san Ireneo o san Ambrosio, nos ofrecen ya una primera aproximación al tema, que se puede corroborar, además, con los símbolos o formulaciones breves de la fe de los primeros concilios.
Fijémonos, por ejemplo, en san Ireneo de Lyon, que en el siglo II se enfrenta a unos «intelectuales» llamados gnósticos, que amenazaban a la Iglesia con una doctrina contraria a la fe profesada por ella. Escribe Ireneo una obra titulada Contra las herejías, donde demuestra que la «regla de fe» coincide en la práctica con el Credo de los Apóstoles y nos da la clave para interpretar el Credo a la luz del Evangelio.
«De hecho –recuerda Benedicto XVI–, el Evangelio predicado por san Ireneo es el que recibió de san Policarpo, obispo de Esmirna, y el Evangelio de san Policarpo se remonta al apóstol san Juan, de quien san Policarpo fue discípulo (…) El verdadero Evangelio es el transmitido por los obispos que lo recibieron en una cadena ininterrumpida desde los apóstoles» (Audiencia general, 28.03.2007). El propio Ireneo expresa de modo inequívoco que, «habiendo recibido esta predicación y esta fe [de los apóstoles], la Iglesia, aunque esparcida por el mundo entero, las conserva con esmero, como habitando en una sola mansión, y cree de manera idéntica, como no teniendo más que una sola alma y un solo corazón; y las predica, las enseña y las transmite con voz unánime» (san Ireneo, Contra las herejías, I, 10, 1-2).
Conviene añadir, además, que la fe transmitida públicamente por los apóstoles tiene un criterio de validación en la enseñanza de la Iglesia de Roma, a causa de su antigüedad y mayor apostolicidad. Sin duda, por tener su origen en las columnas del colegio apostólico, san Pedro y san Pablo:
«Todas las Iglesias –declara el Ratzinger– deben estar en armonía con la Iglesia de Roma, reconociendo en ella la medida de la verdadera tradición apostólica».
Si miramos este inmenso regalo de la fe que hemos recibido de la Iglesia en el momento presente, nuestra mirada agradecida trasciende nuestra propia individualidad. Si yo hago un acto de fe, lo hago dentro de la misma comunidad que es la Iglesia.
Como se ha recordado recientemente, cuando cada domingo se reza el Credo, «ese “creo” pronunciado individualmente, se une al de un inmenso coro en el tiempo y en el espacio, en el que todos contribuyen, por así decirlo, a una polifonía armoniosa de la fe» (Benedicto XVI, Audiencia general 31.10.2012).
Añadamos que, siguiendo a san Ireneo, al profesar nuestra fe tenemos el aval del Espíritu Santo, que nos permite superar las limitaciones espaciotemporales:
«Esta fe que hemos recibido de la Iglesia, la guarda-mos con cuidado, porque sin cesar, bajo la acción del Espíritu de Dios, como un depósito valioso conservado en un vaso excelente, rejuvenece y hace rejuvenecer al vaso mismo que lo contiene. Donde está la Iglesia, allí está también el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu de Dios, allí está también la Iglesia y toda gracia» (Ireneo, Contra las herejías, III, 24, 1).
Por último, puesto que en la pregunta se mencionaba la práctica de la fe, tanto de los primeros cristianos como de los actuales, me parece suficiente argumento aludir a la fe rubricada con el martirio, tanto en las persecuciones romanas como en los actuales mártires de la India o de Nigeria.

2. ¿Qué fiabilidad tiene el Credo, si es fruto de unos concilios que, al fin y al cabo, son reuniones de hombres?

Ciertamente, los concilios constituyen una de las principales manifestaciones del poder magisterial que la Iglesia ha recibido de su Fundador. Jesús, al final de su vida terrena, encomienda a los apóstoles, elegidos por Él, predicar por todo el mundo cuanto Él les ha enseñado (cfr. Evangelio según san Mateo 28, 19-20); y llegado el momento conveniente les envía el Espíritu Santo, que les enseñará toda la verdad. Y deberán ser sus testigos por todo el universo (cfr. Hechos de los Apóstoles 1, 8). Estos son el fin y los límites de la predicación de los apóstoles y de todos sus sucesores, los obispos.

El libro de los Hechos de los Apóstoles nos presenta ya una reunión de esos «testigos» para dilucidar una cuestión surgida entre ellos mismos (cfr. 15, 28). La resolución adoptada no es algo que a ellos se les ocurriera en aquel momento, sino que dan testimonio de la palabra de Dios, bajo la asistencia del Espíritu Santo, que el mismo Cristo les había prometido (cfr. Evangelio según san Marcos 13, 11).

De este suceso apostólico se desprende la forma colegial de actuar de los apóstoles y de todos sus sucesores a través de la historia del cristianismo: no es algo que nace de distintas necesidades históricas, sino del Evangelio mismo. En efecto, la finalidad de los concilios no es otra que la predicación de la Palabra de Dios, Verdad infinita –pues de lo contrario no sería Palabra de Dios–, para lo que cuentan con la ayuda eficaz y constante del mismo Cristo y del Espíritu de la Verdad. Por eso los apóstoles se sienten seguros –con la seguridad de Dios–, en su predicación. Los apóstoles saben, y así lo afirman, que su resolución se realiza bajo la asistencia permanente del mismo Cristo (cfr. Evangelio según san Mateo 28, 18-20) y que es decisión del Espíritu Santo (cfr. Hechos de los Apóstoles 15, 28).

Los sucesores de los apóstoles, los obispos, también se reunieron muchas veces para dilucidar otras cuestiones referentes a la doctrina y disciplina apostólica, como lo manifiestan muchos documentos que nos han legado, y se caracterizan por su fidelidad total a lo que han recibido de la enseñanza apostólica: nada se puede aceptar que no se haya recibido de los apóstoles de Cristo. Así nos transmiten expresiones como «regla de fe», «regla de toda la Iglesia», «fórmula de fe», «canon de la verdad» y otras similares, que son la manifestación pública de la fe por parte de los sucesores de los apóstoles.

De esta manera nace el Credo que nosotros profesamos en sus distintas formulaciones, pero con idéntica doctrina. Los diversos artículos que integran la «fórmula de fe» de la Iglesia corresponden a otras tantas resoluciones de los sucesores de los apóstoles, los obispos de la Iglesia católica, ante los diversos problemas doctrinales que se han planteado a largo de los más de veinte siglos de su historia. Los obispos, reunidos en un concilio, no hacen otra cosa que desempeñar la misión recibida del mismo Cristo, al igual que los apóstoles, de quienes son sucesores. Gozan de la asistencia especial que Cristo les ha concedido para preservar del error la fe de la Iglesia entera y que nosotros llamamos infalibilidad. Se trata del don del Magisterio que tienen los obispos reunidos en concilio, bajo la presidencia del Romano Pontífice, cuando enseñan en nombre del mismo Cristo la verdad por Él revelada.
No obstante, en lo que se refiere a los obispos reunidos en un concilio, no siempre gozan de este don de la infalibilidad, sino que es necesario que se cumplan tres condiciones:
• que todos concuerden sobre la misma fe que ha de creerse y aplicarse a la vida, pues individualmente no tienen el don de la infalibilidad, a excepción del Romano Pontífice;
• en segundo lugar se requiere que su enseñanza se refiera a una materia de fe y costumbres cristianas;
• y finalmente, los obispos deben estar de acuerdo en su carácter obligatorio; es decir, la armonía material entre ellos no basta, sino que se requiere un acuerdo consciente.

Al igual que Cristo quiso y determinó que el apóstol Pedro (cfr. Evangelio según san Mateo 16, 18) estuviera al frente del colegio apostólico como cabeza del mismo, así también en el colegio de los obispos es necesario que esté su cabeza, el Romano Pontífice, sin el cual no existe el cuerpo episcopal ni infalibilidad alguna.

Los obispos reunidos en concilio con su cabeza son maestros expertos, con la misma autoridad que tuvo Cristo, en materia de fe y costumbres cristianas, y toman las decisiones conjuntamente para todos los fieles que integramos la Iglesia, Cuerpo de Cristo; y como infalibles que son dichas resoluciones, todos debemos aceptarlas con la obediencia de la fe, pues es el mismo Cristo quien nos habla por medio de ellos.

3. ¿Se puede perder la fe? Y si se pierde, ¿cómo se puede recuperar?

La variedad de respuestas que hemos dado los hombres a las preguntas más importantes de la vida, demuestra que todos somos un poco miopes para las cosas espirituales, morales y trascendentes. Pero sucede como si los cristianos hubieran encontrado unas gafas: las gafas de la fe.
La fe es un regalo luminoso que Dios nos da para conocer con certeza verdades difíciles de alcanzar con la inteligencia o incluso imposibles de alcanzar con nuestras solas fuerzas. Dios da este regalo a algunos desde pequeños. A otros, en la juventud o en la madurez. Quien tiene fe tiene un tesoro de enorme valor en esta vida.
Pero la fe no es como un objeto que alguien consigue y ya se puede despreocupar, como si lo hubiera guardado en un cajón, pensando que ahí seguirá cuando lo necesite… La fe es algo vivo, llamado a crecer, a desarrollarse y producir calor o frutos, como un fuego o un ser vivo. La fe es un regalo que se debe cuidar, alimentar y ejercitar.
Todos podemos tener dudas de fe, pero generalmente se resuelven pronto si se ponen los medios. En cambio, tener frecuentes dudas de fe sin resolverlas, o vivir de un modo en el que apenas se nota la fe, es normalmente un síntoma claro de que no se está cuidando. Veamos algunas formas de perder la fe, quizá no excluyéndola radicalmente, pero sí deteriorándose o debilitándose hasta que deja de ser capaz de influir en nuestra vida.
Mucha gente pierde la fe en ese sentido por no alimentarla: es decir, por dejar los sacramentos. La Iglesia nos pide que, al menos una vez a la semana, los domingos, participemos en la Misa para alimentar nuestra fe. Allí podemos recibir los sacramentos de la vida: confesión y comunión. Por desgracia mucha gente empezó a perder la fe por dejadez. También se pierde la fe por no ejercitarla, de manera que se atrofia y enferma, como un cuerpo que nunca se mueve. Cuando dejamos de rezar, de acudir a Dios, nuestra fe empieza a enfermar y comenzamos a comportarnos como quien no tiene fe, hasta que acabamos por pensar como vivimos en muchas cosas importantes, por no habernos empeñado en vivir como pensamos. Ciertamente, mucha gente pierde la fe por incoherencia.
También se pierde la fe cuando nos separamos de Dios por el pecado y no lo remediamos. Jesús dice en el evangelio que Él es la vid y nosotros los sarmientos; quien no permanece en la vid se seca. Cuando nos alejamos de Dios voluntariamente sucede que al principio el alma no lo nota mucho, igual que una rama recién cortada de un árbol sigue verde y aparentemente sana. Pero en poco tiempo la rama desgajada del tronco empieza a secarse, a perder color y vida, y termina retorciéndose sobre sí misma. Ha perdido la vida interior que la nutría. Así, mucha gente pierde la fe por no querer levantarse de sus caídas de orgullo, pereza, deslealtad, insinceridad, impureza…
La fe también se puede perder cuando no se le da alimento sano, es decir, cuando nutrimos nuestra inteligencia, para formar nuestro modo de pensar en los diversos aspectos de la vida, con ideas equivocadas, que nos vienen de lecturas, de la tele, del cine, de otras personas que han perdido la fe o nunca la tuvieron…
Las ideas son como las setas, unas son muy buenas y otras hacen daño, y algunas incluso son mortales. Es muy bueno compartir las ideas porque muchas son buenas, como las setas. Pero es importante saber de setas antes de comerlas. Basta dar un vistazo al siglo XX para comprobar que hay muchas ideas vistosas –como lo son muchas setas–, pero que hicieron grave daño a las personas y a la sociedad, e incluso eran mortales y dejaron millones de víctimas. Las peores setas son las que se confunden con las que son excelentes. Así, las peores ideas son las que se presentan como frutos de la fe y en cambio son muy venenosas cuando se dan por buenas acríticamente. Desgraciadamente mucha gente pierde la fe por falta de criterio, por no poner empeño en cuidar su formación cristiana.
En resumen, la fe es un regalo vivo que se puede perder si no se cuida, pero que también se puede adquirir y desarrollar. Quien pide a Dios la fe con insistencia, quien acude a los sacramentos con frecuencia, quien procura conocer mejor las enseñanzas de Cristo y de su Iglesia, quien cuida sus lecturas e influencias, quien procura vivir en gracia de Dios y recuperarla cuanto antes por medio de la confesión si la pierde, quien reza habitualmente, se dirige a Dios y lo pone en el centro de su vida, es una persona que está creciendo y madurando en su fe, es una persona que pronto llega a tener una fe viva que empieza a dar frutos y a comunicarse a los demás.


4. ¿No es la Biblia un libro muy primitivo? Sus relatos de la creación y del pecado son simplemente increíbles…

La Biblia, más que un libro primitivo, es un libro religioso con unas peculiares características que hay que conocer si se quiere entender bien. Uno de esos rasgos, aunque no el más importante, es su antigüedad. En efecto, por una parte, su proceso de composición abarca más de 1.000 años y, por otra, los libros que forman la Biblia (biblia era el nominativo plural del término griego biblíon y significaba «libritos») narran acontecimientos de un pasado que se remonta hasta la misma creación.
Sin embargo, la Biblia no es únicamente un monumento del pasado ni puede quedarse anclado en él. Si lo hiciera, sería muy difícil que un lector del siglo XXI pudiera identificarse con unos sucesos demasiado lejanos en el tiempo.
Lo más determinante, y lo que hace posible que hoy día alguien pueda sentirse interpelado al leerla, es que posee una dimensión divina. Así, además de haber sido inspirada por el Espíritu Santo –su autor principal–, la Biblia es Sagrada Escritura, es decir, un libro recibido como sagrado en la Iglesia, donde se lee como Palabra de Dios y se hace actual para todos los hombres de todos los tiempos. Esto significa que su finalidad es marcadamente religiosa y que tiene la capacidad de explicar la realidad presente. Por eso, aunque la Biblia cuenta acontecimientos históricos, su objetivo no es escribir historia en el sentido en el que hoy entendemos esta palabra, sino que pretende interpretar religiosamente la historia del pueblo donde nace –y al que se dirige–, haciendo memoria de las intervenciones de Dios con él. Se puede decir, por tanto, que la Sagrada Escritura es el «eco de la historia de Dios con su pueblo» (J. Ratzinger, Creación y pecado, p. 31). Y a esa historia que «resuena» en la Biblia se le llama historia de la salvación.
En ese contexto hay que leer los relatos del libro del Génesis sobre la creación y el pecado original, unos relatos que a primera vista pueden parecer primitivos e increíbles. En realidad –teniendo en cuenta que los capítulos iniciales del Génesis presentan un carácter peculiar dentro de la Biblia–, se trata de unos textos muy pensados y madurados durante un largo periodo de tiempo, tal como reflejan las distintas tradiciones sobre la creación que han quedado recogidas en otros lugares de la Biblia.
Se puede afirmar, ciertamente, que estos relatos emplean un lenguaje primitivo y unas imágenes adaptadas a la mentalidad de la época, en cierto modo similares a las de otras narraciones sobre los orígenes de las culturas vecinas a Israel. En efecto, Dios, al revelarse, quiso guiar la reflexión del pueblo elegido acerca de los orígenes para que se sirviera de la concepción del mundo propia de su época en su modo de expresar y representar los misterios del comienzo.

Ahora bien, mediante ese lenguaje –calificado tanto por el Catecismo de la Iglesia Católica como por Juan Pablo II y Benedicto XVI como solemne, poético, hecho de imágenes y, en ocasiones, simbólico– se pretende expresar y hacer comprensible algo que excede al entendimiento humano, a saber, la verdad profunda sobre el origen y el sentido de todo lo que existe. Por tanto, su intención no es enseñar cómo se creó el universo, ni tiene sentido buscar en estos relatos respuestas de orden científico, sino que, de acuerdo con la intencionalidad religiosa de la Biblia, pretende responder a cuestiones de otro orden (por qué, para qué): ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Qué sentido tiene nuestra vida? ¿Por qué hay mal en el mundo? De ahí la importancia de distinguir en estos relatos entre la forma literaria (cómo se dice) y el contenido revelado (qué se dice). Así, mientras que el modo de expresión refleja una concepción del mundo de una época determinada que ha sido superada desde el punto de vista científico, el contenido expresa una afirmación teológica acerca de Dios y de la salvación que ofrece a la humanidad enseñanzas que siguen siendo válidas y actuales para el hombre y la mujer de hoy.



5. ¿No da la impresión de que el Dios en el que creemos los cristianos es muy diferente del Dios que presenta el Antiguo Testamento?

Cierto. Así podría parecer a primera vista. De hecho, muy pronto hubo cristianos que rechazaron la imagen de Dios que aparece en el Antiguo Testamento. El más famoso fue Marción, ya en la primera mitad del siglo II. Marción afirma que el Dios predicado por nuestro Señor Jesucristo es distinto del que se conocía en el Antiguo Testamento. El Dios de Jesucristo es el Dios del perdón y de la misericordia; el del Antiguo Testamento sería un Dios justiciero y vengativo, además de ignorante –en el libro del Génesis aparece preguntando a Adán dónde está– y celoso del culto que se da a otros dioses.
Y no solo Marción, también otros cristianos, que ahora conocemos como «los gnósticos», entendían que el Dios Creador no era el verdadero Dios totalmente trascendente e inaprehensible, sino una potencia celeste inferior que produjo el mundo material y que, en su ignorancia, se autoproclamó Dios. Este es el Dios que, según ellos, aparece en el Antiguo Testamento, y que intenta esclavizar a los hombres con sus leyes y preceptos; mientras que el Dios predicado por Cristo y los apóstoles – afirman– es un Dios incognoscible, al que solo tienen acceso las personas espirituales cuando, como despertadas de un sueño, se conocen a sí mismas.
No puedo detenerme mucho en cómo los santos Padres y escritores eclesiásticos reaccionaron desde el principio contra esas formas de pensar que deformaban la enseñanza del Señor y de los apóstoles, y construían un dios imaginario. San Ireneo, que escribe contra los gnósticos, y Tertuliano, que rebate a Marción, entendían que, según la Sagrada Escritura y según la lógica de las cosas, no puede haber más que un solo Dios. En efecto, el Dios del que habla Jesús es el mismo que se había revelado al pueblo de Israel, tal como lo presenta el Antiguo Testamento. Jesús mismo dice:
«Y sobre que los muertos resucitan ¿no habéis leído en el libro de Moisés, en el pasaje de la zarza, cómo le habló Dios diciendo: Yo soy el Dios de Abrahán, ¿el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? No es Dios de muertos, sino de vivos» (Evangelio según san Marcos 12, 26-27).
Los apóstoles afirman que ese mismo Dios, «el Dios de nuestros padres», es «el que ha glorificado a Jesús» (Hechos de los Apóstoles 3, 13).
Pero, al mismo tiempo, al Dios en el que creemos, aun siendo el mismo que el del Antiguo Testamento, los cristianos lo confesamos de una manera nueva: Uno en esencia y Trinidad de Personas. Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Plenitud de comunión y de amor personal en sí mismo, que ha querido salirnos al encuentro, dársenos y hacernos partícipes de su divinidad trinitaria, incorporándonos a su Hijo mediante su Espíritu Santo. Creemos en Dios Trino porque así nos lo ha revelado Jesucristo. Como escribe san Juan:
«A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo Unigénito que está en el seno del Padre, él mismo lo dio a conocer» (Evangelio según san Juan 1, 18).
Desde la fe entendemos que el Dios vivo que actúa en el Antiguo Testamento es también el Dios Trino, si bien ahí no había desvelado la intimidad de su Ser como lo ha hecho a través de su Hijo Jesucristo y del envío del Espíritu Santo, sino solamente su «Nombre» y su «Gloria».
En el Antiguo Testamento «Dios se revela como el Dios que ha hecho el mundo por amor y que es fiel al hombre incluso cuando este se separa de él por el pecado» (YouCat 8). Sin esa revelación sobre Dios que encontramos en el Antiguo Testamento, no conoceríamos al verdadero Dios y no comprenderíamos quién es Jesucristo. Aunque en el Antiguo Testamento «se contienen elementos imperfectos y pasajeros», como dice el Concilio Vaticano II (constitución Dei Verbum n. 15), y a veces se hable de Dios de manera muy antropomórfica (es decir, como si Dios fuera un hombre), es así como se nos va mostrando, con pedagogía divina, la forma de actuar de Dios con los hombres, y como se prepara la venida de Nuestro Señor Jesucristo.
Los cristianos, los judíos y los musulmanes creemos en el único Dios que presenta el Antiguo Testamento, aunque unos y otros por un camino distinto: Cristo Jesús, la Ley y la Alianza, o Mahoma y el Corán.

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