En esta
nuestra 32 edición vamos a dar respuesta a cinco preguntas que nos fueron
planteadas por nuestros amigos y amigas lectores. Y que nuestro biblista y
teólogo cibernético va a tratar de responder gracias a su contante espíritu de
investigación.
Es muy importante
tener claro que lo más importante cuando leemos la Biblia es estar seguros de
que hemos comprendido todo el significado de las palabras y sobre todos de
algunos conceptos relacionados con la época en que se realizaron los hechos.
También nos surgen interrogantes sobre temas no bíblicos. Así es que comenzamos
con nuestro encuentro de esta semana. Las preguntas planteadas para esta
semana y sus respectivas respuestas son las siguientes:
1.
¿Cuál es la
situación actual de la investigación histórica sobre Jesús?
2.
¿Qué actitud
mostró Jesús ante las prácticas penitenciales?
3.
¿Quiénes
fueron realmente los evangelistas?
4.
¿Cómo se
escribieron realmente los evangelios?
5. ¿Cómo se transmitieron
en el tiempo los evangelios?
1. ¿Cuál es la situación actual de
Desde que
en el siglo XIX se aplicaran los modernos métodos de la ciencia histórica a los
textos evangélicos, la investigación sobre Jesús ha pasado por diversas etapas.
Superados los prejuicios racionalistas de los inicios de la investigación y los
métodos hipercríticos que dominaron buena parte del siglo XX, la situación
actual es mucho más positiva y abierta.
El
escepticismo en el que se situó la investigación sobre Jesús a mediados del
siglo pasado ha quedado superado (ver ¿Qué
sabemos realmente sobre Jesús?).
En la actualidad se conoce mucho
mejor el contexto histórico y literario en el que vivió Jesús y en el que los
evangelios fueron escritos. La mayor familiaridad con la literatura intertestamentaria,
es decir, con las obras del mundo judío contemporáneas a Jesús y los
evangelistas (comentarios de libros bíblicos y traducciones al arameo, los
textos de Qumrán, literatura rabínica, etc.), ha permitido ilustrar, verificar
y comprender con más hondura los relatos evangélicos y la imagen de Jesús en el
judaísmo de su tiempo.
Otras fuentes provenientes del
mundo grecorromano han proporcionado mejores conocimientos de las influencias
de carácter helenístico en la Galilea en que vivió Jesús y, por tanto, el
contacto de esa región de Palestina con moldes culturales del mundo griego.
Además, los testimonios de
escritos apócrifos, posteriores con toda probabilidad a los evangelios
canónicos, y otros textos cristianos y judíos del siglo II han servido para
analizar las tradiciones a las que se remontan esos libros y contextualizar
mejor las afirmaciones contenidas en los evangelios.
También se han incorporado a la
investigación sobre Jesús hallazgos arqueológicos recientes, entre los que son
de especial interés los que provienen de las excavaciones que se están llevando
a cabo en Galilea, muy ilustrativas para nuestro conocimiento de esta
helenizada región de Palestina en el siglo I. Finalmente, a la mayor
comprensión de las fuentes se ha añadido el empleo de nuevos métodos y
aproximaciones exegéticas (literarias, canónicas, etc.), que ha contribuido a
superar las limitaciones y rigideces del método histórico empleado en épocas
anteriores.
Nuestro conocimiento histórico de
Jesús es, por tanto, cada vez más sólido. Los evangelios son por ello dignos de
credibilidad y, a los ojos de un historiador imparcial, se puede descubrir en
ellos un gran conjunto de gestos, de palabras, de acciones de Jesús con los que
él manifestó la singularidad de su persona y de su misión.
2. ¿Qué actitud mostró Jesús ante las prácticas
penitenciales?
Como en otras religiones, las
prácticas penitenciales estaban arraigadas en el pueblo de Israel. La oración,
la limosna, el ayuno, la ceniza sobre la cabeza, el vestido de un tejido tosco
y áspero, llamado vestido de saco, eran algunos de los muchos modos que tenían
los israelitas de mostrar su deseo de reorientar la vida y convertirse a Dios
(cf. Tb 12,8; Is 58,5; Jl 2,12-13; Dn 9,3 etc.).
Jesús, que, como unánimemente
señalan historiadores y estudiosos de la Escritura, centró el contenido de su
predicación en el Reino de Dios, exige también la conversión como parte
esencial del anuncio del Reino: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios
está al llegar; convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15). La conversión,
la penitencia, a la que Jesús llama significa el cambio profundo de corazón.
Pero también significa cambiar la
vida en coherencia con ese cambio de corazón y dar un fruto digno de penitencia
(Mt 3,8). Es decir, hacer penitencia es algo auténtico y eficaz sólo si se
traduce en actos y gestos. De hecho, Jesús quiso mostrar con su vida penitente
que Reino de Dios y penitencia no se pueden separar. Practicó el ayuno (Mt
4,2), renunció a la comodidad de un lugar estable donde reposar (Mt 8,20), pasó
noches enteras en oración (Lc 6,12) y, sobre todo, entregó voluntariamente su
vida en la cruz.
Los primeros discípulos de Jesús,
al hilo de sus enseñanzas, entendieron que seguir a Cristo implicaba imitar sus
actitudes. San Lucas es el evangelista que más subraya cómo el cristiano debe
vivir como Cristo vivió y tomar su cruz cada día, como Jesús había pedido a sus
discípulos: «Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que
tome su cruz cada día, y que me siga» (Lc 9,23).
De este modo, los primeros
cristianos continuaron acudiendo al templo a rezar (Hch 3,1) y siguieron
practicando las obras de penitencia, como por ejemplo el ayuno (Hch 13,2-3), si
bien en conformidad con la enseñanza de Jesús: «Cuando ayunéis no os finjáis
tristes como los hipócritas, que desfiguran su rostro para que los hombres
noten que ayunan. En verdad os digo que ya recibieron su recompensa. Tú, en
cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lávate la cara, para que no
adviertan los hombres que ayunas, sino tu Padre, que está en lo oculto; y tu
Padre, que ve en lo oculto, te recompensará» (Mt 6,16-18).
Sin embargo, a la luz del valor
de la muerte de Cristo en la cruz, por la que los hombres son redimidos de sus
pecados, los cristianos entendieron que las prácticas penitenciales —sobre todo
el ayuno, la oración y la limosna— y cualquier sufrimiento no sólo se ordenaban
a la conversión, sino que podían asociarse a la muerte de Jesús como medio de
participar en el sacrificio de Cristo y corredimir con él.
Así se encuentra en los escritos
de Pablo: «Completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo en
beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24) y así se sigue viviendo
en la Iglesia.
3. ¿Quiénes fueron realmente
los evangelistas?
Lo
importante de los evangelios es que nos transmiten la predicación de los
Apóstoles, y que los evangelistas fueron Apóstoles o varones apostólicos
(cfr Dei Verbum,
n. 19). Con esto se hace justicia a lo recibido por la tradición: los autores
de los evangelios son Mateo, Juan, Lucas y Marcos.
De estos,
los dos primeros figuran en las listas de los doce Apóstoles (Mt 10,2-4 y
paralelos) y los otros dos figuran como discípulos de San Pablo y San Pedro,
respectivamente. La investigación moderna, al analizar críticamente esta
tradición, no ve grandes inconvenientes en la atribución a Marcos y a Lucas de
sus respectivos evangelios; en cambio, analiza con ojos más críticos la autoría
de Mateo y de Juan. Se suele afirmar que esta atribución lo que pone de
manifiesto es la tradición apostólica de la que provienen los escritos, no que
ellos mismos fueran los que escribieron el texto.
Lo
importante, por tanto, no es la persona concreta que escribiera el evangelio
sino la autoridad apostólica que estaba detrás de cada uno de ellos. A mediados
del siglo II, San Justino habla de las “memorias de los apóstoles o evangelios”
(Apología, 1,66, 3) que se leían en la reunión litúrgica.
Con esto,
se dan a entender dos cosas: el origen apostólico de esos escritos y que se
coleccionaban para ser leídos públicamente. Un poco después, en el mismo siglo
II, otros escritores ya nos dicen que los evangelios apostólicos eran cuatro y
solo cuatro.
Así,
Orígenes: “La Iglesia tiene cuatro evangelios, los herejes muchísimos, entre
ellos uno que se ha escrito según los egipcios, otro según los doce apóstoles.
Basílides se atrevió a escribir un evangelio y ponerlo bajo su nombre (...).
Conozco cierto evangelio que se llama según Tomás y según Matías; y leemos
otros muchos” (Hom. I in Luc., PG
13,1802).
Expresiones semejantes se encuentran en San Ireneo que, además, añade en cierto lugar: “El Verbo artesano del Universo, que está sentado sobre los querubines y que todo lo mantiene, una vez manifestado a los hombres, nos ha dado el evangelio cuadriforme, evangelio que está mantenido, no obstante, por un sólo Espíritu” (Contra las herejías, 3,2,8-9). Con esta expresión —evangelio cuadriforme—, pone de manifiesto una cosa muy importante: El evangelio es uno, pero la forma cuádruple. La misma idea se expresa en los títulos de los evangelios: sus autores no vienen indicados, como otros escritos de la época, con el genitivo de origen («evangelio de…») sino con la expresión kata («evangelio según…»).
Expresiones semejantes se encuentran en San Ireneo que, además, añade en cierto lugar: “El Verbo artesano del Universo, que está sentado sobre los querubines y que todo lo mantiene, una vez manifestado a los hombres, nos ha dado el evangelio cuadriforme, evangelio que está mantenido, no obstante, por un sólo Espíritu” (Contra las herejías, 3,2,8-9). Con esta expresión —evangelio cuadriforme—, pone de manifiesto una cosa muy importante: El evangelio es uno, pero la forma cuádruple. La misma idea se expresa en los títulos de los evangelios: sus autores no vienen indicados, como otros escritos de la época, con el genitivo de origen («evangelio de…») sino con la expresión kata («evangelio según…»).
De esta
forma, se señala que el evangelio es uno, el de Jesucristo, pero testimoniado
de cuatro formas que vienen de los apóstoles y los discípulos de los apóstoles.
Se señala así también la pluralidad en la unidad.
4. ¿Cómo se escribieron realmente los
evangelios?
La
Iglesia afirma sin vacilar que los cuatro evangelios canónicos “transmiten
fielmente lo que Jesús Hijo de Dios, viviendo entre los hombres, hizo y enseñó”
(Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática Dei Verbum, n. 19).
Estos
cuatro evangelios “tienen origen apostólico. Pues lo que los Apóstoles
predicaron por mandato de Cristo, luego, bajo la inspiración del Espíritu
Santo, ellos mismos y los varones apostólicos nos lo transmitieron por escrito,
como fundamento de la fe” (ibídem,
n. 18).
Los
escritores cristianos antiguos se interesaron por explicar cómo realizaron este
trabajo los evangelistas. San Ireneo, por ejemplo, dice: «Mateo publicó entre los
hebreos en su propia lengua, una forma escrita de evangelio, mientras que Pedro
y Pablo en Roma anunciaban el evangelio y fundaban la Iglesia. Fue después de
su partida cuando Marcos, el discípulo e intérprete de Pedro, nos transmitió
también por escrito lo que había sido predicado por Pedro. Lucas, compañero de
Pablo, consignó también en un libro lo que había sido predicado por éste.
Luego
Juan, el discípulo del Señor, el mismo que había descansado sobre su pecho (Jn
13,23), publicó también el evangelio mientras residía en Efeso» (Contra las herejías, III,
1,1). Comentarios muy semejantes se encuentran en Papías de Hierápolis o
Clemente de Alejandría (cfr Eusebio de Cesarea, Historia Eclesiástica, 3,
39,15; 6, 14, 5-7): los evangelios fueron escritos por los Apóstoles (Mateo y
Juan) o por discípulos de los Apóstoles (Marcos y Lucas), pero siempre
recogiendo la predicación del evangelio por parte de los Apóstoles.
La
exégesis moderna, con un estudio muy detallista de los textos evangélicos, ha
explicado de manera más pormenorizada este proceso de composición.
El Señor
Jesús no envió a sus discípulos a escribir sino a predicar el evangelio. Los
Apóstoles y la comunidad apostólica lo hicieron así, y, para facilitar la labor
evangelizadora, pusieron parte de esta enseñanza por escrito.
Finalmente,
en el momento en que los apóstoles y los de su generación empezaban a
desaparecer, “los autores sagrados escribieron los cuatro evangelios escogiendo
algunas cosas de las muchas que ya se transmitían de palabra o por escrito,
sintetizando otras, o desarrollándolas atendiendo a la condición de las
Iglesias” (Dei Verbum,
n. 19).
Por
tanto, puede concluirse que los cuatro evangelios son fieles a la predicación
de los Apóstoles sobre Jesús y que la predicación de los Apóstoles sobre Jesús
es fiel a lo que hizo y dijo Jesús. Este es el camino por el que podemos decir
que los evangelios son fieles a Jesús. De hecho, los nombres que los antiguos
escritos cristianos dan a estos textos —“Recuerdos de los Apóstoles”, “Comentarios,
Palabras sobre (de) el Señor” (cfr San Justino, Apología, 1,66; Diálogo con Trifón, 100)—
orientan hacia este significado. Con los escritos evangélicos accedemos a lo
que los apóstoles predicaban sobre Jesucristo.
5. ¿Cómo se transmitieron en el tiempo los evangelios?
Es sabido
que no poseemos el manuscrito original de los evangelios, como tampoco el de
ningún libro de la antigüedad. Los escritos se transmitían mediante copias
manuscritas en papiro y después en pergamino.
Los
evangelios y los primeros escritos cristianos no son ajemos a este tipo de
transmisión. El Nuevo Testamento deja ya percibir que algunas cartas de San
Pablo se han copiado y se trasmiten en un cuerpo de escritos (2 Pe 3,15-16), y
lo mismo ocurre con los evangelios: las expresiones de San Justino, San Ireneo,
Orígenes etc., anotadas en la pregunta anterior (¿Quiénes fueron los evangelistas?)dan a
entender que los evangelios canónicos se copiaron enseguida y se transmitieron
juntos.
El
material utilizado en los primeros siglos de la era cristiana fue el papiro y a
partir del siglo III se empezó a usar el pergamino, más resistente y duradero.
Sólo desde el siglo XIV se comenzó a utilizar el papel.
Los
manuscritos que conservamos de los evangelios, con un estudio atento de lo que
se denomina crítica textual, nos muestran que, frente a la mayoría de obras de
la antigüedad, la fiabilidad que podemos darle al texto que tenemos es muy
grande. En primer lugar, por la cantidad de manuscritos.
De
la Iliada,
por ejemplo, tenemos menos de 700 manuscritos, pero de otras obras, como
los Anales de
Tácito, sólo tenemos unos pocos —y de sus primeros seis libros sólo uno—. En
cambio, del Nuevo Testamento tenemos unos 5.400 manuscritos griegos, sin contar
las versiones antiguas a otros idiomas y las citas del texto en las obras de
los escritores antiguos. Además, está la cuestión de la distancia entre la
fecha de composición del libro y la datación del manuscrito más antiguo.
En tanto
que para muchísimas obras clásicas de la antigüedad es casi de diez siglos, el
manuscrito más antiguo del Nuevo Testamento (el Papiro de Rylands) es treinta o
cuarenta años posterior al momento de composición del evangelio de San Juan;
del siglo III tenemos papiros (los Papiros de Bodmer y Chester Beatty) que
muestran que los evangelios canónicos ya coleccionados se transmitían en
códices; y desde el siglo IV los testimonios son casi interminables.
Obviamente, al comparar la
multitud de manuscritos, se descubren errores, malas lecturas, etc. La crítica
textual de los evangelios —y de los manuscritos antiguos— examina las variantes
que son significativas, intentando descubrir su origen —a veces, un copista
intenta armonizar el texto de un evangelio con el de otro, otro intenta
explicar lo que le parece una expresión incoherente, etc.— y buscando de esa
manera establecer cuál pudo ser el texto original.
Los especialistas coinciden en
afirmar que los evangelios son los textos que mejor conocemos de la antigüedad.
Se basan para ello en la evidencia de lo dicho en el párrafo anterior y también
en el hecho de que la comunidad que transmite los textos es una comunidad
crítica, unas personas que implican su vida en lo afirmado en los textos y que,
obviamente, no comprometerían su vida en unas ideas creadas para la ocasión.
J.
Trebolle, La Biblia judía
y la Biblia cristiana. Introducción a la historia de la Biblia,
Trotta, Madrid 1998; J. O’Callaghan, Los
primeros testimonios del Nuevo Testamento. Papirología neotestamentaria,
El Almendro, Córdoba 1995; E.J. Epp, “Textual Criticism (NT)”, en Anchor Bible Dictionary VI, Doubleday,
New York, 1992, 412-435; F. Varo, ¿Sabes
leer la Biblia? Planeta, Barcelona 2006.
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