El relato del ‘Bautismo’ de
Jesús. (Mt 3,13-17) “Tú eres mi hijo amado; yo
tengo en ti mis complacencias”: es así como la voz del cielo
revela la verdadera identidad de Jesús quien, con motivo de su bautismo en el
Jordán, por obra de Juan, da comienzo a su vida pública: “por
esos días –nos comunica el evangelista Mateo- vino
Jesús de Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán”. El
bautismo de Juan el Bautista se distingue, indudablemente, de todos los demás
ritos judíos de abluciones religiosas, ofertas al templo, etc. En efecto, está
vinculado a una nueva forma de pensar y actuar: “está
vinculado –escribe Benedicto XVI en su libro ‘Jesús de Nazaret’- sobre
todo al anuncio del juicio de Dios y al anuncio de alguien más grande, que ha
de venir después de Juan”. El Bautista no conocía, posiblemente, a
este más ‘grande’ que él, pero sabía de haber sido enviado para prepararle el
camino. Tan grande era ese ‘otro’ que él “no se sentía ni siquiera
digno de desatarle la correa de sus sandalias”, o
sea, de prestarle la acción más humilde de aquel tiempo. Para Jesús, por
cierto, la recepción del bautismo significó su primera manifestación de vida
pública y marcó el inicio de su ‘misión’.
La
consagración mesiánica de Jesús. Con el bautismo, al comienzo de
su ministerio público, termina el largo periodo de inacción de Jesús. En el
suelo áspero del desierto y distanciado, no casualmente, de los centros del
poder religioso y político de la nación judía, comienza su misión. Sin tanto
protocolo Jesús, humildemente, hace cola en espera de ser bautizado por Juan.
La verdad es que estamos ante
la investidura y consagración mesiánica de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios y
Mesías esperado, por obra del Espíritu Santo: “al
salir Jesús del agua –leemos en el Evangelio de Marcos- vio
que los cielos se rasgaban y que el Espíritu, en figura de paloma, descendía
sobre Él”. Descendiendo en el agua del Jordán, Jesús lleva consigo el
‘pecado del mundo’, o sea, el ambiente en el cual la realidad del pecado
prospera y establece vínculos de solidaridad negativa entre los hombres. A
partir de la cruz y resurrección se clarificará, luego, para los cristianos, lo
que ocurrió: que Jesús había cargado con la culpa de toda la humanidad y,
entrando con ella en las aguas del Jordán, la había cancelado. Luego, la
efusión del Espíritu Santo revelará también su identidad de Hijo único, amado y
elegido por Dios.
Sabernos amados por Dios. También nosotros, desde cuando
recibimos el sacramento del Bautismo, hemos sido amados por el Padre como
verdaderos hijos suyos, en quienes Él ha puesto sus complacencias y a quienes
ha dado nueva vida. Por el Espíritu, en efecto, hemos sido purificados de
nuestros pecados e insertados en el torrente de la salvación.
La
dimensión ‘trinitaria’ del bautismo. Retomando
el comentario de Benedicto XVI, señalamos otros significados del bautismo de
Jesús y, desde luego, del nuestro. En primer lugar, la imagen del cielo, que se
abre sobre Jesús, “al salir del agua, vio que los cielos se rasgaban”, y que
evidencia su comunión con la voluntad del Padre, que está en los cielos. A
ello, se añade la proclamación de la misión de Cristo y se preanuncia, con
claridad, el misterio de Dios Trinidad. En el bautismo de Jesús, finalmente,
sucede algo grande e incomprensible: la caída de la barrera que separa,
tradicionalmente, a Dios del hombre. En nuestros corazones, gracias al
bautismo, en efecto, irrumpe la plenitud de la pertenencia al Padre y la
revelación de su amor. Yo soy, ahora, ese hijo amado por el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo.
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