Tanto la genealogía de Mateo como la de Lucas establecen que José procedía de la casa y familia de David: Un hombre llamado José, de la casa de David (Lc 1, 27); y cuando el ángel le habla en sueños, se dirige a él con un título de nobleza: José, hijo de David (Mt 1,20).
Fue enviado el ángel Gabriel de parte de Dios a una ciudad de
Galilea llamada Nazaret (Lc 1, 26). Nazaret era en tiempos de José un humilde
pueblecito poblado por agricultores y pastores, cuya reputación no era muy alta
al tenor del dicho de Natanael: “¿de Nazaret puede salir algo bueno?” (Jn
12,46).
“Y todos iban a empadronarse, cada cual a su ciudad. También José, por ser de
la casa y familia de David, subió desde la ciudad de Nazaret, en Galilea, a la
ciudad de David, que se llama Belén, en Judea, para empadronarse con su esposa
María, que estaba encinta “ (Lc 2,3). En Nazaret, efectivamente, vivía José
cuando se comprometió formalmente con María y no tenemos motivos para dudar de
que naciera allí, o, al menos, de que pasara allí su infancia y su juventud.
¿No es (Jesús) el hijo del carpintero? ¿No es su madre María, y sus hermanos
Santiago, José, Simón y Judas? ¿No viven aquí todas sus hermanas? Entonces, ¿de
dónde saca todo eso?» (Mt 13, 55-56). Según un historiador que vivió en
Palestina a comienzos del siglo II, Hegesipo, el cual pudo recoger su
información allí mismo, José tenía un hermano llamado Cleofás; este tío de
Jesús había esposado una María que el Evangelio designa como “hermana” de la
Virgen, la cual era probablemente la madre de los cuatro varones a quienes el
Evangelio llama “hermanos” del Señor (Santiago, José, Simón y Judas) y de tres
hijas de nombre desconocido. Como es sabido, la expresión “hermanos y hermanas”
de Jesús no tiene por qué asombrarnos, pues, el término “hermano” tiene en la
Biblia un significado mucho más amplio que en nuestro idioma, porque el arameo
y el hebreo no tienen palabras para designar a los primos y los sobrinos,
utilizando la expresión “hermanos” para hablar de parientes cercanos.
JESÚS, EL HIJO DEL CARPINTERO
¿De dónde le vienen a éste (Jesús) tal sabiduría y tales poderes? ¿No es éste
el hijo del carpintero? (Mt 13, 55). Tanto Mateo como Marcos al designar el
oficio de José utilizan un término griego –tekton- cuyo sentido general es el
de artesano-obrero. Las más antiguas tradiciones son casi unánimes, tanto entre
los Padres de la Iglesia como entre los evangelistas apócrifos: José era “faber
lignarus”, es decir, obrero de la madera, ebanista o carpintero.
San Ambrosio y Teófilo de Antioquía nos lo representan cortando árboles y
construyendo casas, pero esas diversas afirmaciones no tienen nada de
contradictorio. A un artesano de Nazaret le habría sido imposible
especializarse, pues no habría tenido suficiente trabajo; se dedicaba, pues, a
realizar tareas diversas, entre las cuales las de carpintería y ebanistería
parecen haber sido las principales.
En el siglo II, hacia el año 160, el filósofo San Justino, mártir, escribía:
«Jesús pasaba por ser hijo del carpintero José y era él mismo carpintero, pues
mientras permaneció entre los hombres, fabricó piezas de carpintería como
arados y yugos». San Justino había nacido en Samaria, concretamente en Naplusa,
la antigua Siquem; así pues, había podido recoger testimonios procedentes de la
vecina Galilea. Ahora bien, los arados de aquella época, como los actuales,
llevaban una reja de hierro que el carpintero se encargaba de forjar
personalmente, lo que muy probablemente le obligaba a completar su oficio con
el de herrero. Los habitantes de Nazaret solicitarían con frecuencia sus
servicios; cuando algo se rompía o necesitaban algo repetirían lo que el Faraón
decía refiriéndose a su primer ministro: “Id a ver a José”.
“JOSÉ, COMO ERA JUSTO…” (MT 1, 19)
La palabra justo, en el lenguaje bíblico, designa el ideal de la rectitud
moral. El conjunto de todas las virtudes. El justo del AT es el mismo que el
Evangelio llama santo. Justicia y santidad expresan la misma realidad. El
retrato del justo se esboza sobre todo en los Salmos. A José en cuanto hombre
justo se le podía aplicar a la letra lo que Jesús dijo en su oración al Padre:
Yo te bendigo (…) porque has ocultado estas cosas a los sabios y los prudentes
y se las has revelado a los humildes (Mt 11, 25; Lc 10, 21).
Dice la teología que siempre que Dios confía una misión a un hombre, le da las
gracias necesarias para que la realice. José era justo ante Dios y ante los
hombres. Dios había llenado a José de justicia, de sabiduría y santidad, para
ser esposo de María y para educar adecuadamente a Jesús, el cual debería ir
creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres.
Todos los justos, en aquella época, sabían que se aproximaba el tiempo en que
se manifestaría Dios, y repetían las palabras del profeta: Cielos, derramad
vuestro rocío, y que las nubes destilen al justo; ábrase la tierra y germine el
Salvador (Is 45, 8); tanto más cuanto que todos los signos anunciaban como
inminente la venida del Mesías. Era este el sentir común de los hombres
religiosos del momento (cfr. Simeón y profetisa Ana).
LA PROMETIDA DE JOSÉ
“Y el nombre de la Virgen era María…” (Lc 1, 26); “Estando desposada María, su
madre, con José…” (Mt 1, 18).
José tendría que ser joven cuando decide celebrar los esponsales con María, es
fantasioso pensar en un José anciano. Un israelita solía casarse alrededor de
los dieciocho años. Algunos documentos de la iconografía antigua (catacumba
romana de San Hipólito y sarcófago de San Celso en Milán) le muestran joven.
Entre los judíos, las transacciones que precedían a los esponsales constituían,
por parte de los parientes, una especie de chalaneo. Discusiones interminables
trataban de precisar minuciosamente la aportación recíproca de los prometidos.
No sabemos el lugar en el que se desarrollaron las ceremonia; asistirían todos
los parientes. José y María tendrían que revestirse de una larga túnica. María
daría a José la mano, José pondría en su dedo el anillo de oro —símbolo de
alianza y de posesión—, diciendo: “Por este anillo, quedas unida a mí, ante
Dios, según el rito de Moisés “. Luego, entregaría a su prometida el acta del
contrato, así como el denario de plata que representaba su dote o su viudedad.
Ya se pertenecían. Entre los hebreos, los esponsales tenían el mismo valor, en
la práctica, que el matrimonio.
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